Al escritor británico Orwell se le conoce por relatos como “Rebelión en la granja” y en España también por su “Homenaje a Cataluña”, en torno a los cuales se le presenta como una gloria literaria y una denuncia del control político y social por parte de los Estados modernos.No hay ni una cosa ni la otra, salvo que a cualquier escrito le llamemos literatura y a la mala conciencia la consideremos como “crítica”. Orwell siempre formó parte de aquello que pretendía denunciar en su peor versión: el Imperio Británico en su época de mayor esplendor.
Orwell nació en la India colonial en una familia cuyo padre era un fabricante de opio, una mercancía que luego traficaba en China, aprovechándose del lubricante que movía a un Imperio en el que el sol no se ponía y la sangre no se secaba nunca.
La venta de opio le permitió a Orwell educarse en Eton, un colegio para que la élite imperialista, militarista y racista británica sostuviera los dominios de la Corona. Hace un siglo a aquella ideología que justificaba la dominación colonial se la llamaba “jingoísmo” y era moneda corriente, tanto en las universidades como en los periódicos.
La policía colonial reclutó a Orwell en Eton y, tras un breve adiestramiento durante un año, le enviaron a Birmania, hoy Myanmar, donde ejerció cinco años su papel represivo, de 1922 a 1927, además de escribir un par de ensayos y un relato de los suyos, “A Burmese Story” (Una historia birmana), publicado cuando había regresado de Asia.
Llama la atención que Orwell no hable en primera persona de sí mismo y del papel que desempeñaba dentro de la administración colonial. Ese artificio es lo que convierte en una crítica lo que hubiera debido ser una autocrítica. Se cree ajeno a los colonos tanto o más que a los colonizados; es posible que también se sintiera por encima de ellos, tanto como para poder despreciar a ambos.
Como en cualquier colonia británica, en Birmania imperaba el apartheid. Los colonos no se relacionaban con los colonizados, no hablaban, no convivían… salvo cuando se trata de mujeres. El protagonista de la historia, Flory, es un capitalista que explota la tala de madera y por 300 rupias ha comprado a una adolescente, llamada Ma Hla May, a sus padres.
En Birmania Orwell no deja de ser “pukka sahib” y mirar por encima del hombro. Se cree dotado de una superioridad que contrasta con la mediocridad, por supuesto de los birmanos, pero también de los colonos. Sin embargo, como en tantos intelectuales de medio pelo, su ascendente es sólo intelectual. Es un policía exquisito en un océano con todas las secuelas de la ignorancia: prejuicios, tópicos, superficialidad…
Los personajes a través de los cuales Orwell quiere describir a los colonizados no son tales, sino apéndices del propio colonialismo, como el magistrado U Po Kyin, un traidor y un renegado que no quiere que el colonialismo se acabe nunca y, en todo caso, aspira a ocupar el lugar de los colonizadores.
Es el punto de llegada de los mediocres: todos son iguales, colonos y colonizados, si unos son malos los otros no le van a a zaga… ¿Qué más da?, ¿qué importa que gobiernen unos u otros si todos quieren lo mismo? Hay toda una batería de frases que la reacción saca a pasear en cuanto se le ven las llagas: más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer…
No obstante, en el Orwell colonialista sobra la paja en el ojo ajeno y falta la viga en el propio. Cuando le envían a Birmania, despuntaba el movimiento anticolonialista, que empezó con un boicot masivo en la Universidad de Rangún (1920-1922) y acabó con la revuelta de 1931 y su feroz represión.
Orwell estaba allí, lo vio, aunque esa era la única realidad que no le interesaba describir en absoluto porque su tarea como comandante de la policía consistía en aplastarla. En 1926 el “anticolonialismo” de Orwell en Birmania era tan fraudulento como lo será su antifascismo diez años después en Barcelona.
Por eso no sorprende nada que desde 1945 el imperialismo haya convertido a Orwell en un fetiche para consumo de la posmodernidad, el progrerío y la intelectualidad cutre. Si les preguntáramos a ellos por la descolonización, nos responderían lo mismo que el policía: Birmania no debe ser independiente porque caería bajo la dominación japonesa, o quizá peor, bajo la soviética.
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jopé… igualico que lo de podemos