El colonialismo ideológico de la posguerra

Juan Manuel Olarieta

Siguiendo la pauta del ensayo -ya clásico- de Saunders Stonor, de imprescindible lectura (1), no hace mucho que la cadena de televisión franco-alemana Arte emitió un documental (2) sobre la instrumentalización por la CIA de antiguos nazis para infiltrar y dirigir la cultura progresista en diversos países de Europa. Era el fruto de tres años de investigaciones y mostraba las vías por las cuales el espionaje estadounidense manipuló los círculos artísticos e intelectuales europeos durante la guerra fría.

En toda Europa fueron numerosos los escritores que trabajaron a sueldo de la CIA a través del Congreso para la Libertad de la Cultura, una pantalla que tenía su sede en París y desde donde extendió sus tentáculos por África, Medio Oriente y Latinoamérica. Era una fábrica de anticomunismo que tenía por objetivo sustraer a los intelectuales progresistas de la influencia del marxismo para volverlos contra la URSS.

La revista de cabecera era «Preuves», dirigida por el sociólogo francés Raymond Arond, al que pusieron de moda y cuyas obras convirtieron entonces en manuales de obligatoria lectura en las facultades universitarias.

En Alemania el Congreso se organizó en 1950 en Berlín, en la zona de ocupación militar estadounidense, aunque también tuvo sucursales en Frankfurt, Colonia y Munich. Su portavoz era la revista «Der Monat», subvencionada por la CIA hasta 1958. Entre sus colaboradores había periodistas, editores y profesores universitarios.

En Colonia la CIA estableció relaciones provilgiadas con las redacciones de los periódicos y la televisión. Uno de los colaboradores habituales del imperialismo fue el escritor Heinrich Böll, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1972. Pero en las nóminas del espionaje no faltaron tampoco pintores, historiadores, músicos, cineastas y filósofos.

Las razones eran obvias. En 1945 la URSS no sólo no había sido derrotada en la guerra sino que su influencia era mayor que nunca. Su propia subsistencia era un desafío para las potencias imperialistas que se extendía a todos los terrenos, incluido el ideológico. Era una situación incompatible con el imperialismo, cuya hegemonía también tiene que ser cultural, filosófica, científica, artística, literaria, cinematográfica…

Después de la II Guerra Mundial, en Europa occidental los estadounidenses impusieron sus concepciones de la misma manera que sus armas nucleares y su sistema monetario. El imperialismo no podría dominar si no dispusiera, además de las herramientas militares, diplomáticas y económicas, las de tipo ideológico. El dominio tampoco sería posible si la ideología imperialista se presentara como lo que realmente es: como tal ideología. Para facilitar su penetración tiene que presentarse como la única forma posible de historia, cultura, sicología, arte, filosofía o cine. Es la manera de llegar hasta las escuelas más remotamente alejadas de los centros intelectuales que las han elaborado, cuando los niños empiezan a leer los manuales de adoctrinamiento y sumisión en forma de cuentos o películas de dibujos animados de Walt Disney.

Tras la industria espacial, la segunda exportación más cuantiosa de Estados Unidos es eso que llaman «entretenimiento», el «show bussines»: la cultura como mercancía. Pero la hegemonía no llegó sólo de la mano de Hollywood. Bajo la cortina de humo del «intercambio» (viajes, becas, cursos, editoriales) se implementó un proyecto para formar a los llamados «hemisphere leaders» (economistas, militares, artistas y periodistas), clones fabricados siguiendo el patrón universitario estadounidense. Para exportar su ideología por todo el mundo, Estados Unidos abrió bibliotecas, fundaciones y centros culturales, estableció agencias de prensa y estaciones de radio, creó instituciones públicas especializadas en propaganda exterior como la USIS (Unites States Information Service) y la USIA (United States Information Agency).

Aún a fecha de hoy una parte muy importante del fondo bibliográfico de las editoriales y las bibliotecas se compone de libros distribuidos (y en buen parte regalados) por las instituciones «educativas» gringas durante la guerra fría. Sólo en 1965 la USIS financió la traducción y distribución de más de 14 millones de libros de muy diverso tipo, con el mismo contenido ideológico y propagandístico, verdaderas obras de encargo. El Reader’s Digest es sólo uno de los ejemplos más conocidos de esa colonización cultural (3). Hace años Jason Epstein lo resumió de la forma siguiente:

«No es cuestión de comprar a unos escritores o a unos universitarios, sino de establecer un sistema de valores arbitrario y ficticio mediante el cual los universitarios obtienen adelantos, los redactores de revistas son pagados, los sabios son subvencionados y sus obras publicadas, no ya, necesariamente, a causa de su valor intríseco, a pesar de que éste sea a veces considerable, sino a causa de su obediencia política […] La CIA y la Fundación Ford, entre otros organismos, han establecido y financiado un aparato de intelectuales seleccionados por sus posturas correctas en la guerra fría» (4).

Pero no bastó con formar los nuevos cuadros intelectuales que iban a dirigir el mundo «libre»; también fueron necesarios nuevos institutos, universidades y centros de investigación que desplazaran a los anteriores, especialmente a las universidades tradicionales y las enseñanzas tradicionales, que se consideraron «anticuadas». A través de fondos del International Education Board, la Fundación Rockefeller movió los hilos de la «formación» en la Europa de la posguerra. No es una paradoja sino la esencia misma del proyecto: los fondos previstos para la enseñanza no se destinaron a las universidades porque su objetivo no era divulgar los conocimientos ya existentes sino de imponer en Europa lo que en Estados Unidos consideran como nuevo y verdadero conocimiento (filosófico, económico, histórico).

Por ejemplo, a pesar de la oposición de las universidades, Rothschild financió en Francia la construcción del Instituto de biología físico-química que, tras la guerra mundial, pasó a ser financiado por Rockefeller.

En España ocurrió exactamente lo mismo: la fundación del Instituto Nacional de Física y Química, conocido entre los científicos como «el Rockefeller», se inició en 1926 en Madrid gracias a un préstamo de 420.000 dólares de aquella Fundación. Hasta los arquitectos que levantaron los planos del edificio dejaron constancia del servilismo que acompaña siempre a quienes se acojen a la caridad ajena. En su memoria reconocieron que habían optado por el racionalismo americano frente al europeo y que, además, «se proyectó un orden alargado del estilo llamado colonial norteamericano, y se hizo así pensando en que Rockefeller, que prohibe que su nombre figure en sus donaciones, tuviera un recuerdo, aunque fuera mudo» (5).

Todo esto me lleva a sospechar que es probable que en España el espectacular fracaso escolar y universitario tenga alguna relación con el hecho de que las enseñanzas nazis e imperialistas que los profesores imparten en los centros educativos les revuelven las tripas a los estudiantes.

(1) F.Saunders Stonor, La CIA y la guerra fría cultural, Debate, Madrid, 2001.
(2) La CIA infiltre et contrôle la culture des pays d’Europe, http://www.youtube.com/watch?v=qer-2PB8gfM
(3) Joanne P. Sharp: Condensing the Cold War: Reader’s Digest and american identity, University of Minnesota Press, 2000.
(4) Cfr. Claude Julien: El imperio americano, Nova Terra, Barcelona, 1969, pg.338.
(5) Cfr. C.González Ibáñez y A.Santamaría García (eds.): Física y química en la Colina de los Chopos: 75 años de investigación en el Edificio Rockefeller del CSIC (1932-2007), CSIC, Madrid, 2009.

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