Antes se solía decir que China era la fábrica del mundo. En la misma medida también se podría decir que Estados Unidos es el mayor mercado de consumo del mundo. Como diría Lenin, es un país parásito: consume mucho y no fabrica nada.
Tampoco paga nada por consumir porque recurre a un truco típico de las sociedades parasitarias, la deuda, que no es sólo deuda pública, sino también privada y, desde luego, exterior. Estados Unidos devora porque tiene una imprenta capaz de reproducir billetes verdes en cantidades fabulosas. El dólar es lo único que Estados Unidos no puede perder.
Los demás países del mundo están obsesionados por la balanza comercial y el déficit, especialmente la Unión Europea, y para cubrir los agujeros hay que exportar y para ello -según dicen los “expertos”- hay que mejorar la competitividad, o sea, bajar los salarios.
En el resto del mundo se vuelven locos con las exportaciones, aunque les pagan con unos papeles sin valor alguno. Por lo tanto, cada país del mundo tiene que financiar sus propios déficits, además del estadounidense. Es lógico que al otro lado del Atlántico consuman y se endeuden en masa porque les resulta gratis.
De ese modo, desde 1945 Estados Unidos es un gran centro comercial en el que todo el mundo quiere poner un establecimiento para vender sus mercaderías. Las empresas fabricantes se desviven por dar salida a su producción en un mercadillo tan gigantesco, sin límite ninguno.
Es normal que nadie se quiera indisponer con el gran centro comercial. Todos asienten porque todos dependen del chiringuito que mantienen abierto en Estados Unidos. En el resto del mundo no hay otro mercado de tamaño similar porque tienen que pagar las compras de los estadounidenses, es decir, que en lugar de vender en su propio, lo que hacen es vender fuera.
Todo el mundo acaba trabajando y cobrando salarios de hambre en beneficio de Estados Unidos y, sin embargo, cuando una empresa extranjera es capaz de competir dentro de Estados Unidos, la presentan como una demostración de fortaleza.
Son muchos los que no entienen, por ejemplo, que Alemania se haya volcado en apoyar a Ucrania o a Israel, a costa de sacrificar sus propios intereses y enemistarse con Rusia, que le suministraba gas muy barato, o con China, que es uno de sus grandes mercados de exportación.
La explicación es que Alemania es un país exportador que depende del mercado estadounidense. China sólo ha podido colmar en parte esa dependencia económica. Que una potencia, como Alemania, desvincule su futuro de las imposiciones de Estados Unidos, depende del crecimiento económico de China, de que China sea capaz de absorber la superproducción alemana y sustituir a Estados Unidos.
Cuando un país no produce nada, como Estados Unidos, no necesita una industria, por lo que puede clausurar empresas y sectores económicos enteros, que es el proceso emprendido en los años ochenta del pasado siglo.
Ahora aquello se ha acabado y, cuando Biden inició la reindustrialización, se dio cuenta de que primero debía cerrar el mercado a la producción extranjera subiendo los aranceles. Se acabaron las tonteorías neoliberales; vuelven los viejos fantasmas de la economía política: intervencionismo, planificación, proteccionismo, devaluación…