Nicolás Bianchi
Cuando hará unos nueve años, en la «oposición», Mariano Rajoy decía que el cava catalán es tan español como el jamón ibérico, hay que suponer que algo chirría. Porque si algo, España en este caso, es indemostrable, es que no necesita que nadie nos recuerde la quintaesencia de un seudoproblema, esto es, que España es una (y no 51). España no es un problema: es un axioma… indemostrable.
Es Catalunya quien debe demostrar que es una nación. En realidad, siempre han creído en la organización territorial del liberal Javier de Burgos (granadino de Motril) quien en 1833 dividiera el Estado en 49 provincias (en la actualidad son 50). Puestos a recordar, diremos que, por ejemplo, en 1891 Silvela y Sánchez Toca realizaron un plan por el que se configuraban 13 regiones. Extremadura, a la sazón, incluía Ciudad Real y Salamanca, amén de Cáceres y Badajoz. ¿Se sabe esto? ¿Y que Valencia incluía a Murcia y Albacete? ¿O que la misma Albacete fue una provincia artificialmente creada?
En la época de los liberales decimonónicos había una preocupación real por lo que entonces se llamaba, diríamos, la «cuestión del regionalismo». Se elucubraron planes y proyectos para componer un Estado unitario y centralista imprescindible para el desarrollo del mercado capitalista. Ocurre que los problemas se incrementarían con la aparición del nacionalismo vasco y el catalán, sobre todo. Este fenómeno repercutirá en otras regiones de España creándose movimientos de reacción contra ellos. Las alusiones a la labor unificadora de Castilla y su grandeza son constantes. Santiago Alba (ministro regenerador con Alfonso XIII), en 1908, afirmaba que iría a predicar a Cataluña «frente al evangelio catalanista, la gran verdad castellana». Unamuno en 1909 consideraba que el castellanismo (no el «españolismo», ojo) no era otra cosa que anticatalanismo. Un castellanismo nostálgico de glorias y épicas pasadas que aún resuenan. Digamos también, para no incurrir en anacronismos, que la división que hizo el afrancesado de Burgos fue progresista bajo la perspectiva de un mercado capitalista contra la dispersión del Antiguo Régimen. Resulta complejo juzgar el pasado a la luz del presente, pero, como en estratigrafía arqueológica, no queda otra.
Aunque suene chocante, el regionalismo (olviden el término «nacionalismo») fue una constante reivindicación de la derecha española seguidora de las ideas de Marcelino Menéndez Pelayo y del tradicionalista y católico Juan Vázquez de Mella. Se trataba de solucionar el contencioso catalán con una descentralización administrativa (la «desconcentración» es otra cosa propia de las «autonomías» de hoy). Eso era el regionalismo. Hoy abominan de las «autonomías» -como «problema»– los mismos que las crearon para difuminar y disolver el verdadero problema de las «naciones» dentro del Estado español o, como gustan decir, de las «nacionalidades». La derecha decimonónica española nunca fue centralista sino regionalista y ello debido a las oligarquías y caciquismos -hoy diríamos «barones»– de los que hablara el regeneracionista Joaquín Costa.
Cuando las generaciones venideras, si todavía no las han lobotomizado bastante, que en eso están, observen los debates actuales sobre si Catalunya es o no una nación (igual que Galicia y Euskadi), supongo que se reirán de buena gana viendo el cutre nivel de la «clase política» o, como le dicen ahora, «casta», que nos toca sufrir. Todo se resume en saber si al Barça le interesa jugar en una liga catalana contra el Sabadell o el Mollerusa.
Es igual que la puta manía de los gabachos en llamar omelette a la tortilla española. Algo ridículo, cosa de paletos…