En los barrios rojos de Estambul (2)


Juan Manuel Olarieta

En el parque de Gazi, otro de los barrios obreros de Estambul, los revolucionarios han asaltado el salón de bodas para crear un centro de atención a los drogodependientes. El carácter suntuario del lugar contrasta con sus ocupantes, entre ellos un anciano de barba blanca que camina lentamente y me saluda sonriente cuando me cruzo con él: ¡Merhaba! (¡Hola!). Tiene el rostro atravesado por los surcos del alcohol, una plaga desconocida hasta ahora en los países de cultura islámica.

El centro alberga a unos 20 toxicómanos, muy jóvenes la mayor parte de ellos. Cuentan con el apoyo de los revolucionarios, de las familias, de los vecinos y de los que han superado su adicción.

En los barrios de la metrópoli turca ha comenzado una guerra contra las drogas y los que trafican con ellas. La semana pasada las patrullas encontraron un enorme alijo junto a una comisaría, lo llevaron a la plaza del pueblo y llamaron a los vecinos para quemarla en su presencia.

Mientras la policía protege a los traficantes, las patrullas se encaran con ellos y les proponen acudir al centro de rehabilitación. Si no lo hacen, no pueden vender drogas en el barrio y tienen que marcharse.

El centro lleva dos años funcionando. “La puerta está abierta, tanto para entrar como para salir”, me dice Demir, el portavoz, un joven de unos 24 años, antiguo adicto que ahora se dedica a apoyar a otros.

“Aquí hacemos vida en común: comemos juntos, charlamos entre nosotros, limpiamos y nos ayudamos unos a otros”. A la mayor parte de ellos los han traído las patrullas. Les informan a las familias que los han localizado y hacen un trabajo político de propaganda y organización.

“El periodo de estancia es de un mes, pero pueden estar tanto tiempo como quieran”, me cuenta Demir. En los barrios populares apenas circula la cocaína y sus derivados, cuyo precio astronómico la reserva para los adinerados. Sobre todo circula el “bonsai” y la heroína.

Llaman “bonsai” a una hierba que se obtiene de la verónica. En los barrios se vende muy barata, el equivalente de un euro y medio, porque es una planta que prolifera en las regiones frías, donde sus infusiones siempre se emplearon con carácter medicinal.

“¿Con qué tipo de sustancias tratáis las crisis de abstinencia?, ¿con metadona?”, le pregunto a Demir. “Con cariño”, me responde. No se si he entendido bien, pero Demir insiste: “Nosotros no sustituimos unas drogas por otras”. En los momentos más agudos de crisis, le duchan al adicto con agua fría y le dan masajes.

¿Es una terapia exitosa? Rotundamente sí. “Las instituciones oficiales fracasan en un 97 por ciento de los tratamientos que emprenden; nosotros en un 30 por ciento solamente”, me asegura Demir.

Lo del cariño me ha dejado con la boca abierta, pero lo voy entendiendo a lo largo de la conversación. Es la confianza en la persona, en su capacidad de cambiar, de lograr todo aquello que se proponga con la ayuda de los que le acompañan. “Aquí no preguntamos a nadie por lo que ha sido sino por lo que quiere ser”.

De esta manera muchos antiguos toxicómanos se han incorporado a las filas revolucionarias, junto con sus familiares. Recientemente la policía mató a uno de ellos cuando denunciaba el tráfico de drogas en el barrio.

Cuando terminamos de hablar, atravieso una sala presidida por una larga mesa en la que los toxicómanos comen en compañía de los responsables del centro, de sus familiares, amigos y vecinos del barrio.

A la salida del centro hay un enorme edificio de varias plantas recién construido. Demir lo señala con el dedo: “Dentro de poco lo ocuparemos también. Tenemos intención de crear un conservatorio para que los vecinos aprendan música”. De momento el edificio está vacío. “¿Por qué no lo habéis ocupado ya?”, le pregunto. “Porque es tan grande que sería imposible amueblarlo”, me responde. “Estamos esperando a que lo llenen de muebles para apoderarnos de él”.

La justificación para construir un edifico público tan grande son los discapacitados, que jamás disfrutarán de sus instalaciones. El verdadero negocio está en su edificación. Lo que luego hagan con él no le importa a ningún organismo público. La única excepción es esa: que una organización revolucionaria lo ocupe para destinarla al disfrute de los vecinos. Entonces se rasgarán las vestiduras.

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