En 2011 Barack Obama, Premio Nóbel de la Paz, ordenó a la CIA que asesinara en Yemen a un ciudadano estadounidense, Anwar Al Awlaki, que nunca había sido juzgado ni -en consecuencia- había cometido ningún delito.
Ocurrió pocas semanas después de la muerte oficial de Bin Laden, también dirigida personalmente por Obama.
Tras matar a Al Awlaki, Obama ordenó matar a su hijo de 16 años, una tarea que la CIA cumplió de la misma manera: enviando un dron. El adolescente murió junto con un primo y otros civiles que les acompañaban en una barbacoa.
Lo mismo que la mafia, Estados Unidos quería matar a toda la familia de Al Awlaki y en 2017 la hija de ocho años también fue asesinada en una redada de comandos ordenada por Trump.
Al Awlaki había nació en 1971 en Las Cruces, Nuevo México. Sus padres eran originarios de Yemen y se convirtió en el primer ciudadano estadounidense en ser asesinado por drones enviados por el Presidente de su propio país.
El padre y abuelo de los asesinados, que era profesor universitario en Estados Unidos, acudió a los tribunales y entonces se descubrió que el Premio Nóbel había aprobado un “programa de asesinatos presidenciales”, con un listado de personas incluidas en él que, naturalmente, era secreto. Había que confiar en que el listado estuviera elaborado a conciencia, que no hubiera errores y que la CIA asesinara sólo a los que se lo merecían… aunque fueran adolescentes.
Obama anunció personalmente los asesinatos como un éxito de la “lucha antiterrorista” cuando, obviamente, en este caso el único terrorista era él. El exterminio implacable de una familia fue muy comentado en Estados Unidos. Incluso el New York Times se rasgó las vestiduras, preguntando al más puro estilo hipócrita que les caracteriza: “¿Es esto lo que hace Estados Unidos?”
El detonante no fueron las muertes arbitrarias sino la circunstancia de que las víctimas eran de nacionaldad estadounidense. Causó cierto revuelo en el mundillo jurídico, del que Obama formaba parte.
Las filigranas legales que se inventaron para justificar los crímenes de Estado se han sumado a los anales de la jurisprudencia para embaucar a los estudiantes de las facultades de derecho. Para un picapleitos es peor matar a un gringo que a 100.000 extranjeros, árabes o africanos. Esas victimas nunca están en los manuales de derecho.
El Premio Nóbel discutía y revisaba personalmente la lista de asesinables en las reuniones de los martes de cada semana en el Despacho Oval. Lo mismo que los emperadores romanos en el circo, el Presidente de Estados Unidos movía el pulgar hacia arriba o hacia abajo para alargar o quitar la vida. ¿Alguien cree que tiene derecho a la vida y que por eso mismo la CIA no le puede matar? En este mundo la vida humana no pende de un hilo sino de un dedo.
Estados Unidos nunca acusó a Al Awlaki de ningún delito, ni presentó pruebas concretas de su culpabilidad. La CIA dijo que tenía pruebas pero que no las podía mostrar porque eran secretas.
Otro ciudadano estadounidense que vivía en Pakistán, Mohamed Mahmud Al Farej, tuvo más suerte porque el Fiscal General, Eric Holder, dudó de que las pruebas de la CIA fueran tales y le sacó de la lista de indeseables asesinables. Los verdugos tuvieron que conformarse con ayudar a Pakistán a detenerle en 2014 para extraditarle a Estados Unidos, donde fue juzgado y condenado en 2017 por un tribunal a 45 años de cárcel.
Es mucho más sencillo, más rápido y más barato matar que juzgar. Además, en el caso de Al Farej tuvieron que presentar las pruebas públicamente, es decir, que en un caso las pruebas -si es que existían- sirvieron para matar y en el otro para juzgar y condenar.
¿Por qué matar a toda una familia al más puro estilo mafioso y juzgar a otro? A falta de que Obama ofrezca alguna explicación, sólo quedan las elucubraciones. Lo más probable es que Al Awlaki fuera un miembro de la CIA al que colocaron al frente de Al Qaeda. Había que silenciarle porque, además, tenía un acceso privilegiado a los despachos más elevados.
Como ya expusimos en una entrada anterior, después de los atentados contra las Torres Gemelas, Al Awlaki se reunió con los dirigentes de Pentágono y cuando cayó preso en Yemen, la CIA exigió su liberación al Presidente yemení, según consta en una conversación telefónica con George Tenet, el director de la Agencia en aquel momento, que fue grabada y difundida en internet.
Primero le sacaron de la cárcel y luego le mataron. Es lo que suele ocurrir con todos los tontos útiles: sólo son útiles hasta que dejan de serlo.
Después de asesinar a varios ciudadanos estadounidenses con el mismo modus operandi, los drones, Obama aprobó una especie de manual de instrucciones para cometer este tipo de crímenes y lo llamó “Guía de Política Presidencial”.
Biden, que había sido vicepresidente con Obama, hizo lo mismo al llegar a la Casa Blanca. Aprobó su propio manual, el Memorando de Política Presidencial, y lo puso en práctica durante la bochornosa retirada de Afganistán, cuando lanzó un ataque con drones contra un supuesto miembro del Califato Islámico, en represalia por el atentado suicida con bomba en el aeropuerto internacional de Kabul que mató a trece militares estadounidenses.
Es otro tipo de crimen de Estado que tampoo necesita pruebas sino un mero ánimo de venganza.
En los días siguientes, se supo que Estados Unidos había atacado por error a un hombre inocente, matando a diez civiles, entre ellos siete niños. Más que un error fue un horror. Entonces nadie preguntó por las pruebas. El general Kenneth F. McKenzie, del Mando Central de Estados Unidos, destacó que “no fue un ataque apresurado” y que los responsables habían seguido al vehículo objetivo durante ocho horas. Fue un asesinato frío y deliberado.