En época de crisis un personaje estelar de esas cumbres es el ministro alemán de finanzas Wolfgang Schäuble, el tipo mal encarado de la silla de ruedas. Schäuble es a Merkel lo que Montoro a Rajoy, pero con algunas diferencias importantes. Antes de las finanzas Schäuble fue ministro de Interior en dos tramos, el primero entre 1989 y 1991. Nueve días después de la unificación alemana, el 12 de octubre de 1990 fue víctima de un atentado. Desde entonces se desplaza en silla de ruedas.
Como entonces el «terrorismo individual» ya había desaparecido en Alemania, dijeron que el atentado lo había cometido un trastornado mental. Es la explicación idealista de siempre. Sólo cambian las atribuciones. Los perturbados de ahora son los terroristas de antes, o ambas cosas a la vez: los terroristas son unos perturbados y los perturbados son unos terroristas.
Tras la formación de la gran coalición entre democristianos y socialdemócratas, en 2005 Schäuble fue nombrado nuevamente ministro federal del Interior en el gobierno de Angela Merkel, hasta que en 2009 pasó al ministerio de Hacienda. Es un hombre de firmes convicciones cristianas (evangélicas). Si llevara turbante en la cabeza la prensa que le adula diría que es un talibán. Si además supieran que ha estado envuelto en tramas turbias de tráfico de armas, los insultos subirían de tono.
Schäuble defiende lo indefendible. Por ejemplo, ha defendido el uso de la información obtenida por espías extranjeros mediante la tortura de los detenidos y siempre se ha mostrado partidario de la liquidación de terroristas… pero de manera selectiva, es decir, eligiendo muy bien a quién eliminan. Estamos tan habituados a este descaro que ya ni siquiera nos escandaliza, de tal modo que cuando los asesinatos selectivos se conviertan en masivos no nos daremos ni cuenta.
En 2006 el ministro de Defensa Franz Josef Jung se mostró partidario de redefinir el estado de guerra a fin de incluir el terrorismo como un supuesto de hecho que permitiría declarar la ley marcial, es decir, que el ejército se hiciera con las riendas del Estado, que los consejos de guerra sustituyeran a los tribunales civiles, y así sucesivamente.
Un poco antes el gobierno alemán intentó aprobar una ley de seguridad aérea por la cual el ejército podía derribar un avión comercial si sospechaba que pudiera ser utilizado contra la seguridad de las personas en tierra. No hay nada que engendre más inseguridad (en las personas) que la paranoia de la seguridad (en los gobiernos) y por eso en España aprueban leyes tan seguras como las de seguridad ciudadana o de seguridad privada. Gracias a esa seguridad, lo que sólo es posible se transforma en absolutamente cierto; el riesgo de muerte causa muertes seguras.
Las excusas de la burguesía son así de tramposas. Unas veces dicen que lo importante son los derechos de las personas, los individuales, frente al totalitarismo de lo colectivo, de los derechos sociales. Pero otras lo vuelven del revés: lo importante son los derechos colectivos, la sociedad, frente a lo individual, a las personas.
Un Estado criminal como Alemania siempre encuentra un argumento, y el de Schäuble fue el siguiente: en casos de extrema urgencia la protección de la vida de las personas está limitada. Siempre queda en el aire de qué tipo de urgencia se trata, ya que a nosotros nos ponen en el lugar de quien está en el suelo, no del pasajero del avión al que asesinan con un misil junto a otros cientos que se sientan a su lado… pero no hay que preocuparse: eso sólo es posible en casos de urgencia.
Aunque Schäuble puso el argumento, la ley de seguridad aérea no procedía de la derecha sino de la socialdemocracia y Los Verdes, que saben muy bien de lo que están hablando. El antecesor de Schäuble en el Ministerio del Interior fue el verde Otto Schily, quien había sido abogado de la Fracción del Ejército Rojo en el proceso de Stammheim. Más en concreto: Schily fue el defensor de Gudrun Ensslin, una de las dirigentes de la organización armada que en 1977, dos años después del juicio, fue asesinada dentro de la cárcel «selectivamente», junto con otros dirigentes de la misma organización, un crimen colectivo cometido -no hay que olvidarlo- por la socialdemocracia, lo mismo que el de Rosa Luxemburgo 60 años antes.
El Libro Blanco sobre política de seguridad que aprobó el gobierno alemán en el otoño de 2006 dice que es necesario «ampliar el marco constitucional» para poder recurrir al empleo de medios militares con fines domésticos, es decir, en una guerra contra el enemigo interior. Schäuble lo llamó cuasi-defensa, o lo que es lo mismo, cuasi-guerra, y el portavoz del ministro socialdemócrata del Interior, Dieter Wiefelspütz, coincidió con él, exigiendo una nueva interpretación del concepto de «defensa» ya que no importa el origen (exterior o interior) del peligro sino el peligro en sí mismo. La defensa es la protección del territorio nacional cuando la actividad de la policía es insuficiente.
Hasta aquí lo expuesto no es más que un resumen muy apretado de los proyectos represivos en Alemania, que se deben complementar con otros en la misma línea, como el de reabrir los campos de concentración para internar a los sospechosos al estilo de Guantánamo, es decir, sin necesidad de ninguna clase de juicio. A diferencia de los asesinatos, Schäuble ya ni siquiera se tomó la molestia de precisar que se trataba de encarcelamientos «selectivos», por lo que es bastante evidente que se están planeando redadas masivas e indiscriminadas.
Estas medidas aparecen envueltas en una retórica presidida por términos tales como amenaza, peligro o riesgo, es decir, por el vacío. Se trata de medidas que no se pueden justificar con ningún hecho que haya ocurrido realmente sino por puras sospechas carentes de fundamento.
Esa es la Europa a la que llaman «democrática». A partir de aquí hay que imaginar lo que puede ocurrir cuando los fascistas que vienen por detrás se quiten la careta. ¿Qué otra cosa se les puede ocurrir a ellos que no hayan puesto en marcha los «demócratas»? Como en los tiempos del III Reich el papel de los «demócratas» (y socialdemócratas, y progres, y reformistas) es siempre el mismo: dejarlo todo bien preparado para que cuando lleguen los fascistas descarados no tengan ningún contratiempo, no haya nadie que levante la voz, ni escraches, ni pancartas, ni altavoces, ni nada de nada.
Se me ocurre que -como hicieron hace 100 años con Rosa Luxemburgo- los «demócratas» van a empezar asesinando a los revolucionarios para que nadie pueda oponer ninguna resistencia. No perderían votos porque ningún reformista va a levantar la voz. Pero eso no significa que no se esfuercen por hacer pasar a una cosa por su contraria, o que tiren balones fuera, como hacía Schäuble el mes pasado al comparar a Hitler con… Putin. En Europa el fascismo está de moda. En un país o en otro ya nadie deja de hablar de Hitler y de fascismo, es decir, de eso que algunos creían enterrado para siempre.
Es cierto que hay quien aún no sabe poner la trinchera, pero la burguesía sí lo sabe. En 2007 lo dejó bien claro el redactor jefe del diario Die Zeit, Theo Sommer: «Incluso en nuestra parte del mundo nadie puede asegurar de ninguna manera que en el futuro no vaya a haber una revolución». En efecto, en toda Europa no hay más que dos campos: la revolución y la contrarrevolución, los fascistas y los antifascistas. Pero hay algo aún más importante que eso: de aquí en adelante ningún antifascista puede esperar ni la más mínima concesión por parte del reformismo, del legalismo y del pacifismo, que están absolutamente agotados y desacreditados. Cualquier forma de oposición al fascismo está fuera de la legalidad y en contra de la legalidad, por algo que me parece evidente: porque la legislación ya es plenamente fascista.