El racismo tiene que ver con las clases sociales, no con el color de la piel

Juan Manuel Olarieta

En este tipo de debates siempre hay que empezar por el principio: la lucha de clases es el motor de la historia, a lo que yo añado que, en esencia, no hay más que dos clases sociales, la burguesía y el proletariado.

El racismo no es ninguna excepción. No es un problema antropológico, cultural, genético ni religioso sino algo relativo a las clases sociales o, dicho de otra manera: los inmigrantes forman parte de la clase obrera y quien se opone o desprecia a los inmigrantes se opone a la clase obrera. A toda ella, cabe añadir.

Digo esto porque en una charla en Gasteiz me advirtieron de que en mi exposición yo sólo había hablado de la clase obrera, pero que no hacía ninguna referencia a los problemas de la mujer o de los inmigrantes. Pero yo sólo hablo de la clase obrera y sólo hablo de los inmigrantes cuando forman parte de la clase obrera, bien porque trabajan o porque buscan trabajo.

Aunque ellos lo encubren, los racistas obran de la misma manera que yo. Dicen que se oponen a los extranjeros o a los inmigrantes porque no son autóctonos. O dicen que hay -o debe haber- una jerarquía en la que primero hay que poner a los de dentro y un poco más abajo, en la segunda división, a los de fuera.

Aparentemente los racistas (y los fascistas) son nacionalistas: separan lo propio, lo autóctono, de lo foráneo, lo exterior, de tal manera que hacen caer a los demás en esa misma trampa. Pero nadie hace esa separación por motivos nacionales o nacionalistas. No hay otra separación que la que opone a la burguesía con el proletariado.

Es posible encontrar muchos ejemplos de eso. En el fútbol los racistas no pretenden volver a la situación anterior a la ley Bosman para pedir que los equipos alineen únicamente -o preferentemente- a jugadores autóctonos. Los racistas no protestan porque Messi o Ronaldo quiten el puesto a canteranos como Pedro o Jesé. Cuando piensan en los inmigrantes, piensan en los obreros inmigrantes. Es a ellos a los que desprecian.

A los fascistas no les gusta que en Catalunya los letreros estén en catalán exclusivamente, pero no les importa que en Mallorca estén en alemán, a pesar de una diferencia muy importante para los racistas: los catalanes son españoles y los alemanes no lo son. ¿Por qué lo admiten?

A los xenófobos no les molestan los estudiantes que llegan a nuestras universidades procedentes del extranjero porque traen bajo el brazo una beca Erasmus, o sea, dinero. Les quitan el puesto a los nacionales, muchos de los cuales no pueden estudiar porque no tienen dinero para pagarse la matrícula. En el capitalismo todo tiene un precio y las subvenciones hacen que los racistas no se acuerden de protestar por esto como protestan por otros asuntos.

Cuando en Madrid un violador avasalló a varias jóvenes que eran extranjeras, los racistas no protestaron: el responsable de los crímenes era autóctono. Los fascistas identifican lo nacional con el autor de las agresiones. Pero, ¿qué hubiera ocurrido a la inversa, si el violador fuera un marroquí y las víctimas hispánicas? Pensadlo por un momento…

Los fascistas son tan miserables que no se sienten molestos con los turistas -que también son extranjeros- porque llegan con tarjeta de crédito y dinero para gastar. Lo único que les molesta son los que llegan sin un céntimo en el bolsillo. No acogemos a los extranjeros en función del color de su piel sino del saldo de su cuenta corriente. Todo lo demás es mentira.

Los xenófobos no tienen miedo al islam. La islamofobia europea es una comedia. Antes de que acabe el año el gobierno español le concederá una cadena de televisión a Al-Jazira, un medio wahabita que difunde la versión islámica más reaccionaria. ¿Se opondrán entonces los islamófobos a dicha concesión o se meterán la lengua en el culo a cambio de petrodólares? Una vez más lo que cuenta no es la religión sino el dinero.

Cuando los jeques del Golfo llegan a Puerto Banús en sus yates, los comercios de la Costa del Sol abren mañana y tarde, sábados y domingos para que sus múltiples esposas vayan de compras. Los fascistas están encantados porque les llenan los bolsillos, pero ¿qué ocurriría si en lugar de los jeques desembarcaran los dirigentes chiítas de Irán? Seguramente Marbella se llenaría de manifestaciones de feministas y defensores de los derechos humanos.

Nadie se queja cuando los árabes se adueñan de los equipos de fútbol, un deporte que -según la ley- es de interés “nacional” y en consecuencia debería quedar tan protegido, por lo menos, como el Museo del Prado o el Acueducto de Segovia. Pero ocurre al revés: la bancarrota económica de clubes, como el Valencia, hace que sus seguidores se entusiasmen cuando llega alguien de fuera a sacarlos del apuro.

Pero los extranjeros no se van a quedar sólo con los clubes: cuando Al-Jazira tenga su cadena de televisión en España, comprará los derechos de retransmisión de los partidos, como ya los tiene en otros países. Los residentes tendrán que pagar por algo que en Arabia es gratuito. Pero los xenófobos no protestarán por ello porque supone otra entrada más de divisas, que es lo realmente importante: que entren las divisas, no las personas.

Los racistas dicen que tienen miedo a perder la identidad nacional, e incluso la europea. Dicen que el islam es una religión oriental enfrentada a la cristiandad. Sin embargo, el islam nace justo en el mismo sitio que la cristiandad: en Oriente Medio. Ambas fueron exportadas a Europa, donde lo único realmente autóctono es el ateísmo. Si hay algo que nos diferencia es precisamente eso. Esa ha sido nuestra mayor aportación al pensamiento humano y eso es lo único que deberíamos defender.

La humanidad ha sido, es y será siempre nómada. Nadie es de acá o de allá. Es más nadie es, o sea, nadie tiene una identidad para la toda la vida, por más que nos obliguen a llevar un carnet con un número de identidad. Nacemos en un sitio, vivimos en otro y nos marchamos de vacaciones porque lo que realmente nos gusta es viajar, cuanto más lejos mejor. Afortunadamente no sólo perdemos nuestra identidad cuando vienen a visitarnos sino cuando nosotros nos vamos de visita: volvemos cambiados.

Tenemos la costumbre de decir “mi país” como si realmente fuera nuestro, pero para los trabajadores tampoco es ese el caso. Por no tener ni siquiera tenemos un país al que podamos considerar como realmente nuestro. Más bien hasta eso es de otros. No nos pueden quitar algo que no tenemos, decía Marx. Sólo podemos perder nuestras cadenas.

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