Como buena Reina, una de las tareas en la que puso más empeño fue la de engendrar descendencia que garantizara la continuidad de la Corona española. En total María Luisa tuvo 24 embarazos, de los que nacieron 14 hijos vivos, dos de ellos gemelos, y otros 11 abortos. Por lo tanto, pasó una gran parte de su vida embarazada, lo cual es lógico: la función de una Reina es esencialmente reproductiva. Consiste en parir.
No obstante, tuvo dos problemas. El primero fue que sus hijos fallecían durante la infancia. El otro era que ninguno era del Rey, su primo. Durante su exilio Maria Luisa informó a su confesor, Fray Juan de Almaraz, que “ninguno de mis hijos lo es de Carlos IV y, por consiguiente, la dinastía Borbón se ha extinguido en España”.
El más conocido de los amantes de la Reina fue su guardaespaldas, Manuel Godoy, a quien nombró consejero privado y en 1792 Primer Ministro. En su testamento, Maria Luisa no dejó su fortuna a sus hijos, entre ellos el Rey, sino a su amante porque para una Borbón el amor de verdad nunca fue el de su familia, Borbones como ella, sino el que se intercambia entre las sábanas.
El futuro rey Fernando VII no nació hasta 1784. Al enterarse de que no era hijo de su padre, encerró al fraile Juan de Almaraz en el castillo de Peñíscola, donde murió para que no trascendiera que la dinastía borbónica se había acabado.
El Rey, pues, no era hijo de su padre, lo que en una monarquía es un problema muy serio. Quizá precisamente por ello, en 1808 Fernando VII dio un golpe de Estado contra el Rey. A Maria Luisa aquello le pilló en medio. Con el Rey no tenía ninguna relación, ni como marido ni como primo. Pero con su hijo tampoco, así que tuvo que exiliarse (llevándose las joyas de la Corona) cuando el golpista se hizo con el poder y desde Francia utilizó sus artimañas monárquicas para que Godoy, su amante, pudiera salir de la cárcel.
La Reina hablaba sin abrir apenas la boca porque perdió casi toda su dentadura y utilizaba una prótesis postiza, que alguna vez sacó de la boca en medio de la más glamurosa cena de gala. Aquellos dientes podridos eran una metáfora de la propia monarquía española, justo cuando al otro lado de los Pirineos la guillotina segaba los pescuezos de la francesa.
En las tabernas de Madrid la pareja real siempre fue el hazmerreir de todos: el Rey era el primo (en el más amplio sentido de la palabra). ¿Veía los cuernos de los ciervos que cazaba pero no los que llevaba sobre su cabeza? Por su parte, la Reina era un pendón, lo cual era peor aún. Siempre fue conocida por su colección de amantes, lo cual entonces no estaba bien visto, sobre todo en una Corte provinciana y cotilla como Madrid. El gran poeta Espronceda la calificó como “la impura prostituta”.
Las cofradías de Semana Santa llaman “simpecado” a sus pendones, pero en aquellos tiempos no había mayor pecado que ser un pendón, una condición asociada exclusivamente a la mujer promiscua.
Sin embargo, Maria Luisa no era una puta por su promiscuidad. Todo lo contrario. Fue una adelantada a su tiempo, una heroína. Fue una puta porque fue Reina. Al fin y al cabo el papel de una Reina es el de procrear, para lo cual -en aquellos tiempos- era necesario el contacto sexual. Para cumplir exactamente con lo que se esperaba de ella, Maria Luisa tuvo que llevar una doble vida. Nunca hubiera podido tener descendencia -y sostener la monarquía- con un Rey con el que carecía de intimidad.
Más que un pendón, Maria Luisa fue una mujer “pública” en el más amplio sentido de la palabra. La fulana es la monarquía, que lleva siempre una doble vida. Es la hipocresía misma. La realeza compra, vende y alquila mujeres por puros intereses políticos. La vida privada y la intimidad van por otros derroteros.