El lado amable de las catástrofes

Bianchi

Decía el general De Gaulle que, en tiempos de crisis,  nada mejor que un cataclismo, un armaggedón, para cohesionar una sociedad. O una pandemia. Ello permite unir las clases sociales y, sobre todo, si no eliminar, que es imposible, suspender la lucha de clases. Un virus sirve para este objetivo. Un virus entendido y semantizado como un «enemigo» a juzgar por el lenguaje bélico utilizado por el presidente Sánchez, un enemigo «exterior» que ioniza y cataliza la unión y «resistencia» interior frente a su agresión. Cualquier problemática anterior a esta «misión» deja de serlo o pasa a segundo plano.

Con esta pandemia, que no esperaremos diez años para que nos digan que se trataba de una cepa aislada de la gripe común como arma bacteriológica aunque se cargue a algunos de su clase, precio asumible por un imperialismo desatado, se perseguía, primero, extender el miedo (a lo desconocido, el terror es otra cosa) en la población que, como diría un castizo, «no gana para sustos» (gripe porcina, vacuna, aviar, et allia), mediante un brutal masajeo -y mensajeo- mediático con un  macabro y mórbido conteo de las víctimas, como quien mira si suben o bajan las acciones de la Bolsa, y un lavado de cerebro que permita, como una aguja hipodérmica, inyectar la idea -«es por tu bien»- del confinamiento como solución, al menos parcial, al contagio. El sueño dorado del fascismo: encerrar a todo el mundo en sus casas, paralizados, como en «El ángel exterminador» de Buñuel, sin derechos políticos de reunión, manifestación, etc.

No será para siempre, pero queda el experimento. Y ello sin declarar el estado de excepción -ya que estamos frente a un «enemigo» feroz-, con un estado de alarma basta y ejército, policía en la calle, un problema sanitario con partes militares y una población que dice -o no dice- mú. Alguien debió pensar que se estaban pasando algún pueblo y echaron algún freno.

Se empezó a adular al pueblo y pasarle la mano por el lomo: saetas en el balcón, bailes, muestras de solidaridad con ancianos (improductivos que mueren) y hasta humor fúnebre de un pueblo fantástico «heroico» (enfermeras y cuerpo sanitario), pero también fomentando el chivateo señalando a los desesperados que no quieren volverse locos solitarios y rompen el confinamiento a riesgo, por cierto, de ser multados y vejados en algunos casos. Manifestaciones populares plausibles -no iremos ni nos pillarán de y como aguafiestas-, pero que hacen olvidar que surgen a pesar de y no gracias a el coronavirus que, ayunos del sentido de la medida y proporción, aplican los mantras pareciendo, se diría, que tenemos que estar agradecidos al covid-19 por hacernos «descubrir» en nuestra persona otras facetas que desconocíamos, que somos otra persona, más humanos, vaya.

Ahora estamos en la fase empalagosa de la alienación en la cueva que ideara Platón para obnubilar al personal. Estamos -o seguimos- en el mundo de las apariencias (la «posverdad» –postruth– es una fase posterior demasiado mostrenca para un pueblo al que se quiere envilecer, pero que mantiene resabios todavía, mosqueos dicho en romance). Se nos interroga en cómo seremos (porque se da por hecho que cambiaremos y nada será igual) después de que pase -se le venza lanza en ristre- este desastre del siglo, desastre natural, por supuesto, o, como mucho, provocado por un culpable: China, y ya se nos adelanta qué tenemos que decir, esto es, mejores, seremos mejores, porque hemos visto la tragedia de cerca y eso hace que nos humanicemos y seamos almas bellas. Es el lado amable de la catátrofe. ¿Y cómo llevas el encierro, perdón, el confinamiento? «Pues aquí, cuidándome». Eso está bien, ¿y cómo matas el tiempo? «Pues hablando con el vecino desde el balcón». ¿Guardarás (dice la locutora ocurrente y original) la distancia, ¿no?, jajajaaaa… «Sí, claro, jejejejeeeee…» Ah, el pueblo español, en vez de mandarnos a tomar por el orto, muestra su gran sentido del humor en medio de la calamidad, somos los mejores. No hay más que ver a Joaquín, el futbolero.

Ya se habla de nulas relaciones sociales (en la calle) hasta no se sabe cuando matando la quintaesencia del ser humano: las relaciones sociales, el zoom politikon aristotélico. Pero seremos mejores. Y anulando un imposible metafísico bajo el capitalismo: las relaciones sociales de producción que posibilitan las plusvalías, o sea, su suicidio. De acabar con esta lacra, con ese virus, y cambiar las condiciones de vida y trabajo de las clases trabajadoras, entonces sí que seremos mejores.

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