No nos hubiera debido sorprender tanto la preocupación de la CIA por impulsar a determinados artistas e intelectuales. Los espías de Langley se convirtieron en los mayores mecenas de la cultura que ha conocido la historia. No hubo materia en la que la CIA no metiese la cuchara, como lo prueba el hecho de que se sigan desclasificando documentos, hasta ahora reservados, en los que notorios escritores aparecen generosamente recompensados (*).
El encargado de esta tarea, Thomas W. Braden, lo expresó bastante claramente en 1967: “Me acuerdo de la enorme alegría que sentí cuando la Orquesta Sinfónica de Boston [subvencionada por la CIA] suscitó en París más entusiasmo por Estados Unidos del que John Foster Dulles [secretario de Estado] y Dwight D. Eisenhower [Presidente] hubieran podido lograr con cien discursos”.
La cultura es muy importante para el imperialismo. Por eso la palabra “inteligencia” ha llegado a ser tan dual que lo mismo se refiere a un intelectual que a un espía. Nadie hubiera podido sospechar hasta qué punto en Langley fabrican música, pintura, libros, universidades, becas, bibliotecas, doctrinas, películas y periódicos tanto como Golpes de Estado, tortura y asesinatos en masa. A pesar de ello, tenemos una tendencia “natural” a vincular a la CIA con esto último, pero no tanto con lo anterior.
También tenemos otro vicio más: nos creemos que la CIA sólo genera facherío, reacción, que promociona a escritores de esos a los que se les ve venir desde lejos. ¡Qué error! Los espías son mucho más inteligentes; de ahí viene su nombre. Lo que fabrican son ese tipo de escritores que tanto les gusta leer a los universitarios, como Foucault, por poner un ejemplo de “izquierdista contrarrevolucionario”.
El aparato ideológico de la CIA tenía oficinas en 35 países, publicó docenas de revistas, financió editoriales y libros, organizó conferencias internacionales, exposiciones de arte, espectáculos, conciertos, premios culturales y organizaciones encargadas de dirigir toda esa actividad, como la fundación Farfield. No es cosa del pasado. Toda esa producción cultural sigue pesando en lo que se está escribiendo ahora mismo.
Un informe de 1985 que se ha logrado desclasificar parcialmente pone nombres y apellidos a muchos de los intelectuales subvencionados, entre los que cabe destacar a ilustres personajes como Jacques Lacan o Roland Barthes.
Sobre todo en Europa occidental, la CIA creó esas corrientes que en los sesenta fueron calificadas como “nueva izquierda”, ese tipo de movimientos seudoprogresistas que hoy están tan en boga. Son los que se definen a sí mismos como marxistas, pero no aceptan lo que a la CIA le importaba realmente: la URSS, lo que se llamó el “socialismo real”, algo execrable justamente porque era una realidad, no una utopía.
Las subvenciones de la CIA crearon el mito del “stalinismo”, para lo cual recurrieron a fabricar renegados, en cuyo nombre escribieron biografías y memorias de desengaño o decepción, personajes que fueron pero dejaron de ser: “yo también fui comunista”, “yo viví en la URSS”, “era muy joven y me engañaron”…
Unos decían que la experiencia práctica del socialismo era mala; los otros que también la teoría lo era. En medio de la caza de brujas en Estados Unidos o de los Golpes de Estado de Irán, Guatemala, Brasil o la República Dominicana, la “nueva izquierda” se obsesionó con la URSS y ahí sigue. No importa que ya no exista: hay que recordar al mundo que existió y que no fue algo bueno para la humanidad, que no se debe repetir.
La “nueva izquierda” es el mensaje que la CIA dejó para que en el futuro los intelectuales siguieran combatiendo, como el Cid Campeador, al socialismo real después de muerto, incluso sin necesidad de subvenciones, por su propio impulso. Los espías dejaron el trabajo hecho en la Guerra Fría; no queda más que repetir la misma monserga.
(*) https://www.cia.gov/library/readingroom/docs/CIA-RDP86S00588R000300380001-5.PDF