Encerrado en las cárceles fascistas, Gramsci utilizó un lenguaje elíptico para explicar la naturaleza de la dirección política y habló de un «intelectual orgánico», un concepto prostituido -como el propio Gramsci- por el revisionismo, que ha desviado la atención para proponer una alianza entre los obreros y los intelectuales. De aquí parece deducirse que los intelectuales son algo distinto a los obreros, otro sector social cuyo papel en el capitalismo contemporáneo pretenden determinar.
Los revisionistas han tergiversado a Gramsci lo mismo que a los demás comunistas. Lo han convertido al idealismo utópico de Platón en el que los que deben regir las sociedades son los sabios, los que tengan conocimientos, lo que en última instancia se reduce hoy a quienes tengan diplomas académicos, cursillos y másters. Es esa estúpida concepción en boga que censura a los ministros que carecen de un título colgado de la pared.
Naturalmente que Gramsci habla de otra cosa. No se refiere a los intelectuales ni a que sean ellos los que dirijan sino a que la dirección de la lucha de clases es de naturaleza intelectual. La organización, la cohesión y la actuación de una clase como tal clase, tanto de la burguesía como del proletariado, requiere una experiencia (una práctica, una habilidad) política, social, cultural, científica, militar, económica y técnica. Los conocimientos intelectuales no son el punto partida sino que derivan de esa práctica. Los comunistas se refieren a eso cuando hablan de «cuadros» y de «revolucionarios profesionales», es decir, de los militantes del partido comunista cuya profesión es la revolución proletaria. Son ellos (y no los intelectuales) quienes dirigen al proletariado. Ellos son la conciencia de la clase obrera y su dirección es de la misma naturaleza que cualquier otra forma de conciencia: intelectual.
Para explicar su función Gramsci la contrapone al tipo tradicional de intelectual, el personaje ilustrado (escritor, filósofo, artista) que, por el dominio de un habilidad especializada, se cree por encima de las clases y de sus luchas y pretende apoyarse en un auditorio nacional o internacional incluso. En el siglo XIX el prestigio y la posición de algunos escritores, como Emilio Zola en el caso Dreyfus, no sólo le independizaban del poder político sino que le permitían el ejercicio de una cierta «crítica» que, por lo demás, era una dedicación al margen de la suya. El intelectual no era un profesional ni en la defensa ni en la crítica de las clases sociales.
Gramsci se refiere a otro tipo de intelectualidad. Según el comunista italiano con el desarrollo del capitalismo los intelectuales no se limitan a interpretar la sociedad sino que la dirigen con plena conciencia de ello. El concepto de intelectual orgánico sigue la misma línea que los de conciencia de clase (Marx y Engels) y vanguardia (Lenin). La conciencia de la clase obrera es su vanguardia y como cualquier otra forma de conciencia es de naturaleza predominantemente intelectual. Si Gramsci hablaba de un «intelectual orgánico», también se puede hablar de la organización del intelecto o de la organización de la conciencia (de clase), es decir, de militantes de organizaciones que trabajan organizadamente.
No se trata, pues, de cualquier clase de elaboración teórica de esas típicas que escriben los profesores, economistas o filósofos seudomarxistas, sino únicamente de aquella que está organizada, que es colectiva, que procede de una discusión mantenida dentro de una organización y para una organización, para el cumplimiento de su papel de vanguardia, de su línea y de su programa revolucionario.
La alusión a un tipo tradicional de intelectuales por parte de Gramsci pone de relieve el cambio de su papel en la nueva etapa imperialista, que desarrolla el trabajo complejo, intelectual, frente al trabajo simple y manual característico de la fase anterior. Ya no son personalidades individuales sino un único «intelectual colectivo». Gramsci llamaba así a todos aquellos que ejercen «funciones organizativas en sentido lato, tanto en el campo de la producción como en el de la cultura y en el político-administrativo». Hay muchos más intelectuales hoy que en el pasado y, a diferencia de los tiempos de Zola, la inmensa mayoría de ellos han sido plenamente domesticados. La universidad actual es el mejor ejemplo de su sumisión. Hoy lo verdaderamente exótico es encontrar un maestro, un profesor o un catedrático con una mínima capacidad crítica.
Para Gramsci, como para el materialismo histórico en general, el «laissez faire» (la espontaneidad) no existe, la lucha de clases no es un fenómeno espontáneo sino dirigido. Las clases sociales quieren dirigirlo todo pero todo no se puede dirigir, y menos bajo el capitalismo, que es un modo de producción anárquico por naturaleza que conduce a las crisis, por lo que la tarea de la burguesía es utópica en última instancia.
En contra de lo que piensan tanto los burgueses como los anarquistas, la sociedad capitalista se orienta conscientemente y esa orientación es un fenómeno general que no concierne sólo al proletariado, sino también a la burguesía. La conducción requiere de organizaciones, de un programa, de una línea y de una ideología. En la medida en que son conscientes, las clases sociales miran al futuro más que al pasado. No improvisan sino que actúan de manera planificada y sistemática. El intelectual orgánico no es el cronista de una realidad pasada sino el diseñador de la política futura, de lo que los anglosajones llaman «policy makers»: diseñadores de políticas (económicas, sanitarias, ambientales, internacionales).
Son las formas de dirección de las clases sociales las que han cambiado porque bajo el imperialismo las sociedades han cambiado. Si Marx y Engels demostraron que el capitalismo conduce a las crisis, Lenin demostró que en su fase última las crisis se han hecho crónicas. Por consiguiente, la tarea de dirección de la burguesía es utópica por partida doble, lo cual favorece la tarea inversa del proletariado. La propia construcción de un partido de nuevo tipo por el proletariado se corresponde con la crisis, la descomposición y los cambios sociales que el imperialismo trae consigo.
A la burguesía las crisis no le deben sorprender, no puede soportar imprevistos. Por eso diseña planes para todo, tanto para emergencias meteorológicas, como militares o sanitarias; aprueba alertas amarillas, estados de alarma, planes de evacuación y salidas de emergencia ante cualquier eventualidad, lo que pone al Estado imperialista en un estado de renovación permanente. La crisis crónica ha hecho de la seguridad y la gobernabilidad sus elementos identificadores.
A pesar de su condición de vanguardia, el intelectual organizado, incluido el burgués, agrupa masas importantes, o aspira a ello al menos. Para cualquier clase social la tarea de dirección concierne a las masas, a las suyas propias, a las de su clase y a las de las demás clases. Ese es el concepto de hegemonía que también acuñó a Gramsci. Se trata de determinar quién dirige a quién, o a la inversa, qué clase social va a desempeñar un papel subalterno. No se trata sólo de saber dirigir, cómo dirigir, sino de algo aún más profundo: de saber en qué consiste dirigir, algo bien diferente -exactamente opuesto- a «dar órdenes», mandar o mangonear.
La homogeneidad de la clase es hegemonía ideológica. En cada momento el intelectual orgánico identifica los intereses de su clase y la cohesiona en torno a ellos, desarrollando una ideología que no es de naturaleza técnica ni económica, sino política porque reune los tres requisitos imprescindibles para imponer su hegemonía dentro de su clase y de las demás:
a) es consciente requiere un cierto grado de elaboración y difusión, así como la imposición de un lenguaje característico
b) es partidista, es decir, responde a los intereses de una parte de la sociedad, de una clase
c) es activa, forma un programa de acción e incluso una «ética», es decir, está destinada a la práctica
Para Gramsci todas las personas son intelectuales, en tanto que en mayor o menor medida todas emplean las facultades intelectuales de que disponen. Pero al mismo tiempo consideraba que en la sociedad no todos ejercen una función intelectual. Él se refería a quienes, como consecuencia de la división social del trabajo, se han especializado en la dirección y organización de la lucha de clases. No son analistas, ni comentaristas, del tipo de los profesores universitarios o los periodistas sino especialistas que desempeñan un papel activo y consciente al servicio de su clase.
Naturalmente, las clases sociales no dirigen de la misma manera. El proletariado dirige a través de su vanguardia y de los sindicatos y organizaciones de masas, de reuniones, de manifestaciones, de huelgas y de insurrecciones. La dirección de la burguesía es mucho más compleja y comprende partidos políticos, asociaciones empresariales, grupos de presión, fundaciones, foros («think tank»), ONG y otras.
De la misma manera que el capital monopolista no lo dirige un accionista sino un gerente profesional, el intelectual orgánico de la burguesía también es un personaje de segunda línea, un capataz, mientras que los de la primera son los que aparecen en los medios, las ruedas de prensa y los debates parlamentarios. Sus discursos los escriben otros.