El año pasado no sólo se celebró el centenario de la Revolución de Octubre sino otros dos centenarios trascendentales, el Tratado de Sykes-Picot y la Declaración Balfour, para comprender el imperialismo y la historia de Oriente Medio en el siglo pasado.
Es una redundancia decir que no es posible entender los acontecimientos más recientes de Oriente Medio sin esos tres fenómenos. El Tratado Sykes-Picot se firmó 16 de mayo de 1916 en secreto y la Declaración Balfour el 2 de noviembre de 1917, sólo cinco días antes de la Revolución de Octubre.
El Tratado Sykes-Picot es el reparto del Imperio Otomano, es decir, de Oriente Medio, tras su derrota en la Primera Guerra Mundial por las potencias vencedoras, Gran Bretaña y Francia fundamentalmente.
La Declaración Balfour es una carta mecanografiada de 122 palabras dirigida por Arthur James Balfour a Rothschild, sin ninguna condición oficial.
A diferencia del Tratado, que tenía un carácter general, la carta establece los fundamentos de la hegemonía británica de 1920 a 1948 sobre una parte de Oriente Medio, Palestina, cuyas consecuencias deberían ser ampliamente conocidas porque se cuenta por cientos de millones de muertes, sólo de momento.
El imperialismo británico pretendía convertir a Oriente Medio y Palestina en una plaza fuerte en la ruta hacia la “joya de la Corona”, la India, protegiendo el Canal de Suez. El diseño de las fronteras de Oriente Medio, que surgen entonces, incluida la destrucción de Palestina, tiene ese objetivo.
Las fronteras geográficas van acompañadas de las religiosas. El imperialismo no sólo promociona los diferentes derivados wahabitas (takfiristas, salafistas) sino sus simétricos judíos: el sionismo.
Sus víctimas, pues, no sólo son los árabes o los musulmanes, sino los propios judíos. Entre otros, son Herzl y los sionistas los que promueven el antisemitismo para sacar adelante sus propios proyectos políticos, que son los del imperialismo.
El sionismo comparte, pues, un rasgo fundamental con el yihadismo actual que la ideología dominante -que es imperialista- presenta de manera invertida, como es habitual en todos los formatos ideológicos de la conciencia, sea política o religiosa: no fue la presión del sionismo la que dio origen a la Declaración Balfour sino al revés: la Declaración Balfour convirtió al sionismo un movimiento político porque obtuvo el respaldo del imperialismo hegemónico del momento, que era el británico.
Hasta ese momento, el sionismo sólo interesaba a una minoría judía, principalmente de Europa central y oriental, incluida Rusia, que se enfrentaba a toda Europa occidental y Estados Unidos.
Petróleo y Oriente Medio
Es casi un tópico aludir al petróleo cuando se habla de Oriente Medio, relacionándolo con la expansión del automóvil. Pero no es exacto: hace 100 años el carácter estratégico del petróleo derivó de la decisión tomada por el Almirantazgo británico a principios del siglo XX de reconvertir los buques de la Marina de Guerra, que hasta entonces se habían alimentado de carbón, al gasóleo.
Al frente del Almirantazgo, en 1911 Churchill creyó que la decadencia británica, que era económica y política, podía tener un remedio técnico en el cambio de los motores de propulsión. El imperio dependía de la marina y, a su vez, la marina dependía de los nuevos motores, de los que Alemania aún no disponía.
Pero en las islas no había petróleo y en julio de 1913 Churchill declaraba en la Cámara de los Comunes con una claridad meridiana:
“Sin petróleo, Inglaterra ya no recibirá maíz, algodón ni ningún otro material necesario para el funcionamiento de su economía.
“El Almirantazgo debe ser capaz de controlar el petróleo en origen; debe ser capaz de extraer, refinar y transportar el petróleo. En resumen, el Imperio Británico será petróleo o no será nada”.
El petróleo, pues, nunca ha sido en Oriente Medio un fin en sí mismo, ni una forma de lucro capitalista, sino un instrumento de la hegemonía, que es militar.
Estados Unidos tomó buena nota. A partir de 1925 lanza sus principales empresas petroleras y tras la Segunda Guerra Mundial firma con el rey Ibn Saud el llamado Pacto del Quincy (14 de febrero de 1945).
Las empresas estadounidenses obtuvieron la explotación de las mayores reservas de hidrocarburos del mundo a cambio de la protección de una dinastía beduina que no tenía legitimidad para reclamar la gestión de los lugares sagrados del islam, que son La Meca y Medina.
El pacto fundacional de Arabia saudí moderna se basa en un Golpe de Estado cuyos cimientos fueron puestos por el Servicio de Inteligencia británico.
Desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial, Londres había confiado en Hussein, un dirigente tribal hachemita, es decir, descendiente de Mahoma al que los otomanos le habían encargado la custodia de los lugares santos. Se casó con la hija de un alto funcionario turco y estuvo sostenido por el Imperio Otomano… hasta que los británicos empezaron a utilizarlo contra el Imperio Otomano.
Londres le prometió que él y sus hijos Alí, Abdalah y Faysal reinarían sobre los Estados independientes (Siria, Irak, Jordania) creados tras el reparto de los despojos del Imperio Otomano.
Sin embargo, para sostener la ficción de la unidad árabe, los imperialistas le hablaron de un una gran federación gobernada desde La Meca o Damasco.
Los 300.000 árabes que lucharon en las filas del ejército otomano durante la Primera Guerra Mundial siguieron siendo leales al Imperio; los que se unieron al imperialismo y a su lacayo Hussein fueron una minoría insignificante, unos pocos miles de desertores dispuestos a enfrentarse con otros árabes. Todo lo contrario de la versión Hollywood sobre Lawrence de Arabia.
En sus memorias, el propio Lawrence reconoció:
“Entendí que si ganábamos la guerra, las promesas hechas a los árabes serían papel mojado. Si hubiera sido un consejero honesto, debería haber enviado a mis hombres a casa en lugar de dejarlos arriesgar sus vidas en estas historias dudosas.
“Pero, ¿no fue el entusiasmo árabe nuestra mejor baza en la guerra de Oriente Medio? Por eso les dije a mis compañeros de lucha que Inglaterra cumplía la letra y el espíritu de sus promesas. Lucharon valientemente confiados en ello. Para mí, lejos de estar orgulloso de lo que hacíamos juntos, nunca dejé de sentir una amarga vergüenza”.
Pero Roma no paga a los traidores. Londres se olvidó pronto de los hachemitas y poco a poco se volvió hacia los saudíes, que eran aún más sumisos. Un engaño seguía a otro y lo mismo ocurría con las traiciones.
Sólo quedaba silenciar a los testigos incómodos, como el famoso Lawrence de Arabia que en 1935 tuvo un oportuno “accidente” que le acalló para siempre. Es imposible no sospechar de la mano asesina del Servicio de Inteligencia británico.
Más información:
— El fin del Pacto del Quincy
— El wahabismo va de la mano del imperialismo