El capitalismo es un “sálvese quien pueda”, una sociedad diseñada para los triunfadores. El producto de un intelectual se convierte en una especie singular de mercancía que, sin embargo, no es de las que Marx analiza en “El Capital”. Aparecen los “marchantes” que nada tienen que ver con el intelectual sino con su obra. Son los que la compran y venden. Un artista es bueno es bueno si vende mucho y es malo si vende poco, o vende barato, porque el valor de su obra es comercial. Lo dicta el mercado.
El intelectual ya no come la sopa boba. Como todos los demás, tiene que vivir de su trabajo, lo cual está al alcance de muy pocos, por lo que la inmensa mayoría se arruina, vive en la miseria, en los barrios más pobres de las grandes urbes.
Para que los intelectuales puedan vender su cultura (y su incultura), el capitalismo fabrica una de sus grandes entelequias jurídicas, la propiedad intelectual, que es hoy el fundamento de eso que califican como “industria cultural”, cinematográfica, musical, gráfica…
A partir de entonces son muchos los que se escudan en la defensa de la cultura para defender la industria cultural y la propiedad intelectual frente a los piratas y el plagio, no vacilando en imponerles castigos carcelarios.
A eso le llamaron “bohemia” a mediados del siglo XIX, un neologismo acuñado entonces por el francés Henri Murger, autor de “Escenas de la vida bohemia”. Nadie como los propios intelectuales han descrito mejor su vida y la de sus colegas como consecuecia de la penetración del capitalismo en la cultura.
En el siglo XIX la vida del intelectual era igual a la de cualquier artesano arruinado por la industria. Igual de miserable. Un ejemplo es Van Gogh, quien a lo largo de su vida pintó 900 cuadros pero sólo vendió uno de ellos, por más que ahora le califiquen de “genio”.
Las primeras obras de Van Gogh retrataban campesinos, tejedores y mineros. Una de sus primeras acuarelas se titula precisamente “Los pobres y el dinero”.
Las mejores obras de Gorki son autobiográficas, descripciones de un vagabundo que recorre Rusia.
Necesitado de una fuerza de trabajo cualificada, el capitalismo generalizó la enseñanza criando riadas de intelectuales que sobreviven con una dedicación diferente. Aunque para ellos la cultura no es más que un entretenimiento, se consideran su personificación misma. Incluso quisieran vivir de ella (vivir a costa de la cultura), dedicarse plenamente a ella.
Van Gogh retrató a los pobres comiendo patatas en una habitación miserable, como se ve en la imagen de cabecera. La cultura hoy es otra cosa muy diferente: un reflejo de los intelectuales, de la burguesía y la “industria” que la fabrica. Por eso lo que hoy es miserable es la propia cultura: porque refleja la miseria cultural de esa clase social a la que no le interesa el arte sino vivir de él.
Les cuadra como anillo al dedo la descripción que en “Ana Karenina” hizo Tolstoi de Esteban Arkadievich Oblonski, un “progre” de la pequeña nobleza rusa de la segunda mitad del siglo XIX:
“Profesaba firmemente las opiniones sustentadas por la mayoría y por su periódico. Sólo cambiaba de ideas cuando éstas variaban o, dicho con más exactitud, no las cambiaba nunca, sino que se modificaban por sí solas en él sin que ni él mismo se diese cuenta.
“No escogía, pues, orientaciones ni modos de pensar. Antes dejaba que las orientaciones y modos de pensar viniesen a su encuentro, del mismo modo que no elegía el corte de sus sombreros o levitas, sino que se limitaba a aceptar la moda corriente. Como vivía en sociedad y se hallaba en esa edad en que ya se necesita tener opiniones, acogía las ajenas que le convenían. Si optó por el liberalismo y no por el conservadurismo, que también tenía muchos partidarios entre la gente, no fue por convicción íntima, sino porque el liberalismo cuadraba mejor con su género de vida”.
Oblonski, concluye Tolstoi, buscaba “el olvido en el sueño de la vida”.