Inmediatamente después del atentado y de jurar su cargo de presidente, Johnson ordenó que la limusina presidencial manchada de sangre fuera limpiada por los agentes del Servicio Secreto en el mismo aparcamiento de ambulancias del hospital en el que ingresaron a Kennedy. Fue su primera orden. No podía quedar ningún cabo suelto. Si se hubiera abierto algún juicio por el asesinato de Kennedy, la mesa de las pruebas hubiera estado vacía. No por ineptitud de la policía de Dallas sino porque nadie pensó nunca en un juicio.
Ni siquiera hubiera habido autopsia porque, según la legislación, se hubiera debido realizar en el hospital de Dallas, pero el Servicio Secreto secuestró el cadáver por la fuerza y lo embarcó en el avión presidencial rumbo a Washington. ¿Un juicio por asesinato con una autopsia ilegal? Si la verdad no interesaba a nadie, un juicio mucho menos y, por lo tanto, ¿para qué investigar nada?
El congresista Thomas Hale Boggs fue otro de los integrantes de la Comisión Warren, pero llegó a conclusiones muy distintas. En 1971 afirmó que el informe oficial de la Comisión era falso e involucró a Hoover y a otro miembro de la Comisión, Arlen Specter, de aquella patraña. El congresista Boggs desapareció durante un vuelo a Alaska al año siguiente. Ni siquiera apareció la avioneta en la que volaba.
En 1976, trece años después del asesinato, la Cámara de Representantes creó un comité para esclarecer los asesinatos políticos cometidos en la década anterior. La investigación de la Comisión Warren pasó al olvido. Ahora la conclusión era la contraria: fueron dos los tiradores que dispararon sobre Kennedy, el tercer tiro partió de Oswald y, además, se podía afirmar «que el presidente John F. Kennedy fue probablemente asesinado como resultado de una conspiración». ¿Probablemente?
Hasta este punto, es decir, hasta el borrado de las huellas del crimen, Estados Unidos en nada se diferencia de cualquier otro país capitalista. La diferencia es que, además, en Estados Unidos el vacío se llena con la sobredosis de información, las cortinas de humo, la intoxicación y el exceso. Así han ido apareciendo las miles de teorías de la conspiración. A partir de una única verdad, que la versión oficial de la Comisión Warren es mentira, todo lo demás es legitimo porque cuando alguien esconde algo es cuando hay que empezar a buscar.
El problema es qué es lo que hay que buscar, qué interesa buscar. La concepción idealista de la historia busca personas y personajes, se interroga por el quién, por el autor de los disparos y los responsables del asesinato. Por el contrario, en la ciencia de la historia los sujetos se objetivan progresivamente y las personas acaban siendo personificaciones. Entonces pregunta por los motivos, los giros y los cambios que los personajes ponen en marcha.
Kennedy fue víctima de su propia concepción idealista de la historia, aunque una semana antes de su asesinato, en un discurso en la Universidad de Columbia reconoció que existían presiones para convertir el cargo de Presidente «en algo meramente figurativo». Estaba equivocado: el cargo de Presidente ya era figurativo, por más que él tratara de impedirlo. Eso le costó la vida. Creyó que desde ese cargo se podía cambiar una política firmemente asentada en Washington. Formaba parte de los que quieren cambiar las cosas desde dentro.
A partir de ahí se forja otra leyenda más: el Kennedy reformista, progresista, idealista, el recién llegado al nido de vívoras que es la Casa Blanca, el último representante de la época de Jefferson, Adams y Lincoln. Tampoco es eso. Kennedy ni siquiera alcanza el rango de caricatura de los «padres fundadores» de Estados Unidos.
Kennedy personifica a una parte del imperialismo estadounidense, que durante los años más críticos de la guerra fría se definía -fundamentalmente- por su posición respecto a la URSS. Frente a los «halcones», ellos eran las «palomas». En Estados Unidos no había una única línea respecto de la URSS, de la misma manera que en la URSS no había una única línea respecto a Estados Unidos. Es más: en 1962 la crisis de los misiles en Cuba puso de manifiesto que en Washington tampoco había uniformidad para responder a los cambios que en la URSS se estaban produciendo desde 1953, con el ascenso de Jruschov al Kremlin.
El asunto de la proliferación nuclear o, mejor dicho, la prohibición de la proliferación, lo que hoy llaman «armas de destrucción masiva», es una derivación de aquel pulso con la URSS. Esto se ha analizado desde el punto de vista del desarme y de la oposición del Pentágono, junto con la industria armamentista, al mismo. Pero también es una parte del asunto, no el asunto en sí mismo.
La guerra fría y el armamento nuclear lo que estaban poniendo de manifiesto era el grado de desarrollo (científico, técnico, económico, político) de la URSS y el bloque socialista en su conjunto, que en 1955 firmaban el Pacto de Varsovia. La revolución china (1949), la guerra de Corea (1953), la derrota de Dien Bien-Phu (1955), la revolución cubana (1959), junto con el movimiento de los no alineados en el Tercer Mundo, la crisis del canal de Suez (1956)… no presagiaban nada bueno para el imperialismo.
El bloque socialista estaba en su apogeo y el imperialismo buscaba la mejor manera de hacer frente a la situación, que no podía reducirse a una amenaza permanente del uso del armamento nuclear. Desde Hiroshima y Nagasaki entre los círculos dominantes del Pentágono se había extendido la creencia de que esa era la única manera de tratar a sus enemigos más importantes. Aún hoy entre ellos es muy común creer que hay remedios técnicos (militares, policiales, represivos) para los problemas políticos. El prototipo de esa convicción fue John Foster Dulles, el hermano del jefe de la CIA y secretario de Estado con Eisenhower.
La guerra -decía Clausewitz- no es más que la continuación de la política por otros medios. Para poner a la URSS a la defensiva el imperialismo tenía que utilizar también medios políticos y diplomáticos, es decir, tenía que negociar con la URSS. Sin embargo, es propio de una concepción militarista interpretar la negociación como una claudicación, como un gesto de debilidad. Los fuertes siempre cometen el error de no negociar con quienes están -o consideran que están- en una situación de debilidad.
La crisis de los misiles se saldó con una negociación, que al año siguiente condujo al Tratado de Moscú de prohibición de pruebas nucleares. El objetivo era que la URSS se pusiera la soga al cuello, como así ocurrió. Era la única manera de acabar con el socialismo. En septiembre de 1959, cuando visitó Estados Unidos, Jruschov debió quedar hipnotizado por Eisenhower y lo que se llamó el «Espíritu de Camp David». Siempre dijo que la coexistencia pacífica con el imperialismo era posible; bastaba con hacer concesiones, con dar lo que pedían. A cambio sólo exigían que les dejaran «en paz».
El asesinato de Kennedy no logró sus objetivos. La destitución de Jruschov un año después tampoco consiguió los suyos. Las decisiones no dependían de ninguno de ellos, por lo que fueron sustituidos por otros aún más mediocres, figurines de esos que ni siquiera se molestan en disimular sus limitaciones.
Serie completa: El asesinato de Kennedy 50 años después
– El club de los hijos de puta (1)
– De la alta sociedad a los bajos fondos (2)
– El escenario del crimen: Dallas (3)
– Operación Paperclip (4)– La aristocracia del espionaje nazi en Estados Unidos (5)
– La camarilla nazi-zarista de Dallas (6)
– El chivo expiatorio: Lee Harvey Oswald (7)
– La infiltración de Oswald en los medios progresistas (8)
– Todos los hilos conducen al mismo sitio (9)
– El asesinato del asesino (10)
– Epílogo para un crimen perfecto (y 11)
– ‘Tenemos que convencer al público de que Oswald es el verdadero asesino de Kennedy’