Hay saberes revolucionarios de 360 grados, esto es, volver al punto de partida, con lo cual poco se avanza, y los hay de 180 grados, o sea, los giros copernicanos, los verdaderamente revolucionarios. Los que agitan la historia e impulsan la lucha de clases, la agudizan y no la concilian hasta llegar a una -que no veremos algunos, pero eso qué- sociedad sin clases, al comunismo. Preferimos que nos tilden de «utópicos» a ser «atópicos» dizque los que no encuentran acomodo «en ningún lugar» salvo la entropía permanente. Se podría, incluso, acusarnos a los dialécticos, a los materialistas dialécticos, de serlo malgrè lui, a pesar nuestro. Y, sin embargo, eppur si muove, otrosí: análisis de la situación concreta en su complejidad que incluye las contradicciones internas y externas, la unidad y lucha de los contrarios hasta llegar al segundo principio de la termodinámica o neguentropía que jamás se va a dar, eso sí que es una utopía donde todos insuflemos «soma» huxleyano en la tierra como los elegidos en el paraíso cristiano o mahometano o el nirvana nihilista budista, esa religión pagana. Sabemos, como decía el poeta comunista Paul Eluard (antes fue surrealista), que hay muchos mundos, pero todos están en este.
De las discusiones siempre se saca algo en limpio con la condición de que quienes discuten tengan un objetivo claro y una meta a conquistar que, hoy por hoy, sólo están en condiciones de establecer los comunistas sinceros y no los de pacotilla y/o postizos. Discutir por discutir es propio de verduleros por ver quien vende en el mercado -nosotros- la mercancía más averiada sin que lo parezca. Que es lo que ocurre en la farsa del parlamentarismo donde se simula un contraste que, en realidad, es un tácito acuerdo en las reglas del juego que «otros» han establecido para que nosotros las «ritualicemos» -legitimemos- cada cuatro años eligiendo a quienes nos van a seguir explotando, mintiendo y engañando. ¿Es que estamos en contra de la «democracia», del parlamentarismo («charlamentarismo», le llamaba Blasco Ibáñez a principios del siglo XX)?, nos dirán lacayos intelectualoides y plumillas áulicos pagados por sus amos burgueses. No. Nosotros estamos por la dictadura del proletariado, es decir, por las mayorías trabajadoras, y no por las minorías parasitarias. No hay mayor democracia, que sepamos.
Los «ilusionistas», como los encantadores de serpientes, tratan de engañar al público -ya no somos «pueblo», somos «público» en la «sociedad del espectáculo» situacionista, un «espectáculotariado»- con sus juegos de manos -prestímanos, ya se dijo- buscando lucro personal mediante el engaño más o menos sibilino, estoy pensando en «Podemos», aquí no hay dobleces, mientras que el «mago» Olarieta nos «desilusiona», nos quita la «ilusión», en otras palabras: nos «desengaña», no nos engaña. De ahí que vaya de «duro» y hasta de aguafiestas para las almas bellas: no engaña a nadie porque empezö por no engañarse a sí mismo. Ni sus principios -y menos traicionarlos- comunistas. Estamos delante de un hombre a la griega manera, no de un sofista, que es lo que se estila. Y ello para medrar. Son los que hacen de la mentira una bella arte, como el gran Thomas de Quincey lo hacía del asesinato o de los fumaderos de opio (en el siglo XIX). Ahora el lerdismo rampante dirá que hacemos apología…
Pongamos un ejemplo. Nuestros miles y miles y cientos de miles de lectores -y lectoras, que no se moleste nadie, usamos el pangenérico, para hacernos entender, eso es todo- se habrán topado, velis nolis, nolens volens, con algunas tertulias radiotelevisivas. Allí, el moderador, suele decir a los contertulios que no hablen todos a la vez «porque no se les entiende», el espectador no capta lo que quieren decir. Pasa otro tanto en el Parlamentillo español donde el Presidente -o Presidenta, como ocurre a la sazón con la esfinge actual- da el turno de palabra a los señores parlamentarios. Incluso el tiempo de intervención avisándoles cuando se pasan del mismo. Todo en orden. Eso es lo (políticamente) correcto, aparentemente. Eso es lo «dialogante». Pues bien, para mí tengo que el «diálogo» consiste en justamente lo contrario, esto es, en quitarse la palabra: esto es el diálogo. Esto es la discusión; lo demás, es un diálogo de besugos donde los besugos fingen dialogar. Se «dialoga» más en una taberna que en las Cortes españolas (y cuando nos dan imágenes de parlamentarios llegando a las manos lo pintan como algo «exótico», que pasa por ahí fuera, en países incivilizados o poco habituados a las reglas de las democracias «avanzadas», como la nuestra, por supuesto). En el siglo XIX hubo parlamentarios españoles que se desafiaron a duelo con pistola para lavar supuestos agravios. Hoy esto es impensable, se dirá. Es el «progreso», se dirá. Es un bluff, digo yo. Un teatrillo.
Quitarse la palabra no es síntoma de mala educación ni mal versallismo, lo mismo en un bar que en un parlamento (de hecho así ocurría en la II República y nadie se escandalizaba. Las crónicas parlamentarias se hacían con acotaciones donde se ponía «aplausos», «pitos», «rumores», etc.). Lo vital de una discusión, insisto, es, no negar la palabra, sino quitarla -un diputado a otro desde los escaños- en pos del avance en la misma. Hay una excrecencia que son las «clases discutidoras», que eso es la burguesía actual donde te pongo de chupa de dómine y luego, cuando no nos ven, nos tomamos una birra en alegre camaradería y compadreo. Repito: un bluff.
Pero, ¿qué esperábais en un país donde al general Sanjurjo -por cierto, antimonárquico como casi todos los generales golpistas de la guerra civil- se le rinden honores de general invicto en Melilla anteayer? No es demagogia: nos sobran ejemplos.
Arrivederci.