Cuando -sorprendentemente- hay algún político al que no le han pillado metiendo la mano en la caja, se dice de él que es “un buen gestor”. Si los medios quieren hacer referencia al gobierno de Estados Unidos también utilizan expresiones burocráticas como “la administración Trump” que se han metido en el tuétano de la infrapolítica moderna.
Es otra muestra más del encefalograma plano del universo en el que vivimos. Esta misma semana la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ha dicho que la “izquierda sabe administrar” porque desde 2014 el ayuntamiento ha reducido la deuda a la mitad, es decir, porque “la izquierda” se dedica a pagar los agujeros que deja “la derecha”. Eso es tan importante que la alcaldesa saca pecho y convoca una rueda de prensa para anunciarlo.
Si un político se dedica a administrar como un apoderado, entonces queda la pregunta del millón: ¿quién es el que manda?, ¿quién tiene realmente el poder? Es imposible suponer siquiera que alguien como Pedro Sánchez es el que toma las decisiones en La Moncloa. Él no es más que un gestor y la tarea de los partidos políticos hoy es esa: admininistrar.
Los anglosajones tienen un buen dúo de vocablos para expresar esta situación: hablan de “policy” para referirse a la iniciativa y la planificación, a hacer cosas nuevas y distintas, y la “politics” que es el lodo de la politiquería, típica de Estados mediocres como España. Es el cotilleo político, los chacarrillos de taberna en los que los unos se entretienen con lo que dicen los otros.
La politiquería tiene dos componentes, superficialidad y apariencia, que en última instancia son sinónimos de falsedad. En cuanto se levanta la alfombra de la más simple administración pública aparece el laberinto de papeles, informes y organismos de expertos que rodean la toma de cualquier decisión para evitar que sea calificada de “arbitraria”, que es la esencia misma de la decisión política y de la política. Sin embargo, hoy la arbitrariedad está mal vista; contraviene el famoso “Estado de Derecho”, donde todo es previsible, está sometido a normas, reglamentos, circulares, decretos, procedimientos…
En la política moderna no importa lo que hagas, no importa si haces una cosa o la contraria; lo importante es hacerlo “bien” y eso no significa otra cosa que eso: que tomes tus decisiones siguiendo los cauces establecidos. La legalidad está por encima de todo.
En España habría que añadir un componente que diferencia a este Estado de cualquier otro del resto de Europa: una impronta cuartelera de la que no se ha desprendido desde el siglo XIX y que la derrota de la Republica en la guerra civil ha acabado consolidando. Aquí los políticos son chusqueros. “Todo por la patria”. Sufrimos un Estado edificado en torno a un ejército, y no al revés.
La falta de iniciativa, de criterio y de personalidad de los políticos alcanza tales grados que ni siquiera son capaces de escribir sus discursos por sí mismos. Para ese tipo de tareas tienen a alguien que se lo pone sobre el papel. Ellos sólo tienen que leer correctamente. Nadie les pide más.
Los políticos se arrastran pegados al suelo como los limacos. Por eso la política no cambia nada de lo que ya hay; se limita a administrar y los medios y los tertulianos no hablan de otra cosa que no sea la buena o mala administración de este o el otro.
Sigamos el hilo: en el Estado moderno la administración es tarea propia de funcionarios, que son quienes se mueven en los laberintos burocráticos de cualquier organismo público como pez en en agua y se burlan de los políticos recién llegados porque no saben ni dónde se enchufa el ordenador.
Además de funcionarios, los políticos se rodean de legiones de expertos que les asesoran en cada una de las decisiones que tienen que aprobar. Es corriente leer que un reputado catedrático de la universidad ha escrito el apartado económico del programa electoral de un determinado partido, lo cual parece que le revaloriza. Ese partido “sabe lo que hace”, dicen. En realidad, son tan ineptos que no son capaces de elaborar por sí mismos su programa, es decir, lo que quieren hacer. Hacen lo que otros dicen.
La mediocridad hispánica es típica de los fascistas. Las cadenas más reaccionarias siempre imputan a los políticos que carecen de titulación académica, lo cual es sinónimo de “falta de formación”. Por el contrario, para los mediocres la ostentación de diplomas universitarios es sinónimo de una “buena preparación”, por lo que se dedican a acumularlos y si no los tienen, los falsifican, o pagan por ellos, o sobornan a las universidades para que se los entreguen. Como buenos mediocres, son unos acomplejados. Son una cosa (borregos) pero quieren aparentar lo contrario.
Desde la transición, en España la mediocridad está considerada como una virtud: es el punto medio. Ni un extremo ni el otro. Es el centro, la UCD, el gobierno de los subsecretarios cuyo máximo exponente fue Adolfo Suárez, ejemplo de fascista a la vez que borrego.
Aquí la política ha llegado a ser cosa de oficinistas y de papeleo. Es tan mediocre que también bosteza de aburrimiento, como cualquier otra rutina.
El laberinto burocrático es tan caótico que nadie sabe cuántos funcionarios hay en España. Según la Encuesta de Población Activa son más de tres millones, aunque el Registro Central de Personal de las Administraciones cuenta medio millón menos.
Los funcionarios en España son viejos, como la institución para la que trabajan. Sólo el 5 por ciento de ellos tiene menos de 34 años y no tardan mucho en adaptarse al medio. No les queda más remedio. Como un político, un funcionario no tiene color propio porque lo pierde en cuanto ocupa su plaza. Adopta el de la oficina donde trabaja, como los camaleones.
La mediocridad tira por la calle del medio: en España los funcionarios y los expertos se han reconvertido en políticos. Los funcionarios se infiltran en la política y los políticos en la función pública. Hay casi medio millón de políticos trabajando en los laberintos administrativos y empresas públicas, una cifra absolutamente desconocida en Europa. Es otro rasgo típico del Estado hispánico: el enchufe. El Estado recompensa y devuelve favores a determinados personajillos políticos con cargos muy bien remunerados y blindados. Naturalmente “a dedo”.
Una de las consecuencias es que en España los sueldos de la función pública son un 44 por ciento superiores a los que imperan en el sector privado, una ventaja que hay que añadir a que, como solía decirse antes, el funcionario “tiene la plaza en propiedad”. El despido es casi impensable.
En ocasiones, por pura ingenuidad, un político o un partido quiere hacer algo diferente. Pero no basta con las buenas intenciones. En las instituciones públicas no hay presupuesto para hacer cosas nuevas. Por ejemplo, en la mayor parte de los ayuntamientos el dinero se va en gastos corrientes, es decir, en hacer lo mismo que se ha hecho siempre, en mantener la rueda en funcionamiento. En Galicia la administración autonómica sólo dedica un 6,4 por ciento a inversiones.
Hay ayuntamientos que ni siquiera tienen dinero para pagar los gastos corrientes y viven de las subvenciones, es decir, que son municipios que se sostienen en pie gracias a la caridad, como los mendigos. En Madrid la comunidad autónoma tiene lo que falsamente califica como PIR (Plan de Inversiones Regionales) que sirve para pagar los gastos corrientes de los ayuntamientos sin dinero. Si el partido que dirige el ayuntamiento es diferente del que dirige la autonomía, se queda sin subvenciones; tiene que reducir actividades y en las siguientes elecciones se lo va a reprochar el bando contrario, precisamente aquellos que les han dejado sin un céntimo.
Es el encefalograma plano a escala municipal, lo justo para que las ruedas del Estado no se detengan. ¿Cómo puede un partido emprender cosas nuevas cuando a duras penas es capaz de mantener en marcha la vieja maquinaria que ya existe?
La única solución, pues, no es cambiar de gobierno sino cambiar de Estado, pero eso es algo que no se remedia con elecciones.