No puede recibir visitas, salvo de un hermano. No le está permitido hablar por teléfono, ni recibir periódicos, revistas ni ver televisión. Nadie puede indagar por su salud ni conocer por qué está en un centro destinado a delincuentes con problemas síquicos, cuando ella no está loca. Tampoco le permiten relacionarse con otras personas en esa cárcel, donde ha pasado dos décadas en absoluta soledad.
Ana Belén Montes ha cumplido el domingo pasado 64 años de edad en uno de los pabellones del infierno, un lugar donde «lo peor es estar encerrado con uno mismo«, como escribió Nelson Mandela en su biografía, a sabiendas de lo que decía después de 27 años de confinamiento. Ciudadana estadunidense, e hija de puertorriqueños, se encuentra encarcelada desde 2001 en la prisión Centro Médico Federal (FMC), en Fort Worth, Texas, reservada para criminales muy peligrosos y con problemas mentales. Según consta en la lista de la Oficina de Prisiones de Estados Unidos, lleva el número 25037-016, debe salir en libertad el 1º de julio de 2023 y cuando lo haga, seguramente mantendrá la misma discreción con la que entró a la cárcel y mantuvo durante su vida en libertad. Era oficial de alto rango en la Agencia de Inteligencia Militar (DIA, por sus siglas en inglés), del Pentágono, y estaba a cargo de Cuba. Fue acusada de espionaje, pero su gran delito ha sido poner la conciencia por encima de la seguridad personal, de una carrera exitosa y de una vida regalada en un suburbio de Washington.
Según su abogado defensor, Plato Cacheris, Montes cometió espionaje debido a razones morales, porque «ella sentía que los cubanos eran tratados injustamente por Estados Unidos». En un polémico artículo publicado en diarios de amplia circulación y con fuentes privilegiadas, acceso a documentos clasificados y a su escasa correspondencia desde la cárcel, tratan de presentarla como una soplona tenebrosa, la última en el juego mortal de la guerra fría. Pero cometen el error de citar una carta a un familiar en la que Ana Belén dice: «No me gusta nada estar en prisión, pero hay ciertas cosas en la vida por las que merece la pena ir a la cárcel», con lo que dejan pistas al lector de la verdadera naturaleza del castigo a esta mujer.
En su alegato ante el juez que la condenó, apenas una cuartilla y media que logró llegar a las catacumbas de Internet, afirma: «Honorable, me involucré en la actividad que me ha traído ante usted porque obedecí a mi conciencia más que obedecer la ley. Considero que la política de nuestro gobierno hacia Cuba es cruel e injusta, profundamente inamistosa, me consideré moralmente obligada a ayudar a la isla a defenderse de nuestros esfuerzos de imponer en ella nuestros valores y nuestro sistema político… Es posible que el derecho a existir de Cuba, libre de la coerción política y económica, no justifique el haber entregado a la isla información clasificada para que pudiera defenderse. Solamente puedo decir que hice lo que consideré más adecuado para contrarrestar una gran injusticia».
El juicio, por tanto, no fue simplemente un caso contra una oficial que tuvo la temeridad de alertar los abusos contra un país que no le hizo nunca daño a Estados Unidos, mientras desde ese territorio se ha alentado el terrorismo, el magnicidio y el exterminio por «hambre y desesperación», como expresaron abiertamente hace 60 años los arquitectos del bloqueo contra Cuba. Es el esfuerzo coordinado por el estado de vigilancia y seguridad para extinguir el derecho constitucional a exponer crímenes cometidos por los que detentan el poder. Es la crucifixión de los individuos solitarios que corren riesgos personales para que las víctimas conozcan la verdad –los Daniel Ellsbergs, los Ron Ridenhours, los deep throats y los Chelsea Manning. Es el escarmiento a todos aquellos que desde el interior del sistema hacen público hechos que cuestionan la narrativa oficial, como John Kiriakou, el ex analista de la CIA, que reveló cómo el gobierno estadunidense utilizaba las técnicas del «submarino» para torturar a los presos. No habríamos sabido que la vigilancia masiva es posible, y que se hace en secreto y a diario, de no ser por Edward Snowden.
En la película de Steven Spielberg The Post: los oscuros secretos del Pentágono los personajes se debaten en dilemas personales que son también éticos: «¿No irías a la cárcel por evitar una guerra?», le pregunta a un periodista Daniel Ellsberg, quien filtró miles de documentos sobre la invasión estadunidense a Vietnam a finales de la década de 1960. Como Ana Belén, él ha sido considerado a partes iguales un traidor y un héroe, según los anteojos de quien juzgue.
Ya no hay manera decente de ignorar estas cosas, a pesar de los pavorosos mentideros del poder. En Cuba, Vicente Feliú puso música a los versos del poeta Miguel Sotomayor, y la canción dedicada a Ana Belén Montes se escucha en los conciertos del trovador:
Duele / saberte sumida en el silencio / en un medio de demencia y soledad.
Duele tanto / que haya bocas que enmudecen / cuando debieran gritar.
Duele tanto, tanto / saber de tu sufrimiento cuando no existe crimen / si la lucha es por justicia, por la vida y por la paz.
Duele mucho / que mis brazos sean palomas esposadas / que aletean sin poderte liberar.
Fuente: La Jornada