Mis padres residían en San Rafael, Mendoza, donde nos criamos con mis dos hermanos: mi hermana, que vive allí –con cinco meses de embarazo– que se encuentra en Mar del Plata y yo en Santa Fe. Nunca imaginamos que semejante dispersión geográfica sería un inconveniente para volver a vernos. Pero lo fue cuando el “aislamiento obligatorio” hizo que las normas discrecionales quedaran libradas a las voluntades de los jefes provinciales, comunales y policiales locales.
Mi madre (65), ya jubilada, nunca se perdía ningún acontecimiento de sus nietos. Uno de mis tres hijos comenzaba en marzo 1er grado y ella quería viajar en colectivo a Santa Fe. Ya había comprado los pasajes cuando le pedí que los devolviera porque el coronavirus se estaba extendiendo. “No te preocupes, vieja”, le dije. “En Semana Santa estamos por allá”, agregué. Pero esa vez no pudo ser. La soledad comenzó a resultar un peso importante en la salud mental de mi madre, que estaba a acostumbrada a llevar una vida social muy activa en Mendoza.
Hicimos todo lo posible para mantener contacto, pero mi trabajo y el de mi esposa se multiplicó por la “cuarentena”. Mi madre no aguantó más, y en mayo tramitó un permiso para viajar con su auto hacia La Pampa, donde residía su madre (84), quien había quedado sola para atravesar el encerramiento obligatorio. La creciente angustia le provocaba insomnio y el uso nocturno de redes sociales era testimonio fiel de ese problema. Quizás se quedó dormida. ¿Quién sabe? Pero jamás llegó a visitarla. Comencé a intentar tramitar un permiso para poder viajar los más de 1.000 kilómetros. Pero los burócratas que diseñaron el experimento social argentino no habían habilitado ninguna posibilidad de acercamiento entre familiares que estuviesen atravesando circunstancias críticas.
En el medio de esa búsqueda frenética, mi hermano me comunicó que mamá había fallecido. Decidimos que los cinco integrantes de la familia iríamos a Mendoza para que los nietos pudiesen despedir a la abuela. En el viaje nos encontramos con controles policiales en cada provincia. ¡En todos fuimos detenidos! Y, con el certificado de defunción en mano, imploramos y lloramos para que nos dejasen avanzar. Creo que jamás me había sentido tan impotente frente al uso discrecional de una autoridad. Cansados ya de tener que rogar que nos dejasen pasar al atravesar el territorio santafesino y cordobés, al límite con la provincia de San Luis, nos encontramos con un campamento de personas y familias que esperaban días e incluso semanas la posibilidad de poder atravesar la frontera.
Luego de seis horas de espera y hambre, nos permitieron atravesar San Luis con vigilancia de diferentes patrulleros que se iban pasando la posta cada tanto. Cuando llegamos a Mendoza, nos informaron que debíamos irnos a un hotel para realizar una “cuarentena” de dos semanas con un costo de 150.000 dólares. Rogamos nuevamente por hacer valer nuestro derecho constitucional y natural de circular libremente hasta la finca de San Rafael, donde nos estaba esperando nuestro padre, quien para entonces estaba atravesando una fase depresiva profunda. Se apiadaron de nosotros. Permanecimos dos semanas en la casa mi padre, brindándole la compañía necesaria para luego regresar.
El 17 de agosto mi padre decidió quitarse la vida. En la última carta que escribió pidió perdón, nos aseguró que no podía vivir en soledad sin la compañía de mi madre. Mi padre no pudo, como antes de la cuarentena, contar con el acompañamiento profesional necesario para poder sobrellevar su enfermedad. A más de 80 días, todavía no nos entregan sus cenizas.
Fueron las restricciones a las libertades humanas fundamentales –y no el Covid-19– las que provocaron la muerte de mis padre. Las listas de muertos por coronavirus deberían ir acompañadas por todos los fallecidos a causa del aislamiento impuesto por el Estado con la excusa, irónicamente, de preservar la salud de la población. Si ese fuera el caso, seguramente nos llevaríamos una sorpresa en el número de víctimas.