Desde finales del pasado mes de septiembre, Marruecos ha sido escenario de una ola masiva de protestas, con manifestaciones en varias ciudades del país, desencadenadas por la muerte de dos mujeres embarazadas en un hospital debido a la falta de atención médica adecuada.
Las muertes sirvieron como catalizador del profundo malestar acumulado durante años en torno a las deficiencias del sistema sanitario, la crisis educativa, el desempleo juvenil y la percepción generalizada de corrupción.
La respuesta del gobierno marroquí ha sido brutal. Desde el inicio de las protestas, las fuerzas de seguridad han desplegado un operativo masivo para impedir las concentraciones, realizando decenas de detenciones arbitrarias.
Hasta el 2 de octubre el número de muertos era de 2 y el de detenidos ascendía a 700. La fiscalía de Casablanca ha confirmado la detención de al menos 24 personas en una sola operación, entre las cuales se encontraban seis menores de edad.
La represión no se ha limitado a la contención en las calles. Se han documentado casos de detenciones en los hogares de los manifestantes y de personas que simplemente expresaron su apoyo en las redes sociales. Esta táctica busca no solo disuadir la participación, sino también sembrar el miedo en la población civil, desarticulando cualquier intento de organización colectiva.
Marruecos se encuentra en un punto crítico, especialmente la juventud, que ha demostrado una capacidad de movilización sin precedentes. La criminalización de la protesta social y la violenta represión política alimentarán un mayor resentimiento y desconfianza hacia un régimen podrido hasta el tuétano.
Por lo demás, la Corona marroquí aftronta una grave crisis que puede arrastrar tras de sí al régimen de Rabat, ya que al actual monarca le quedan pocos años de vida.
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