Vuelven los serenos del franquismo más rancio |
Se encargarán de seguir los pasos de los apestados con una combinación de los métodos más ancestrales, como los serenos, y las nuevas tecnologías. Su tarea es la más vieja que existe en una sociedad de clases: vigilar. Su radio de acción, además de los apestados son “todos los demás” que entren en contacto con ellos porque, como se habrán dado cuenta, los contactos han quedado prohibidos desde ahora.
Fernando Simón miente una vez más. Ya hay unos 2.000 detectives en toda España, que han empezado a organizarse, porque la vigilancia se acabará normalizando y organizando cada vez mejor. Hace unos días el gobierno anunció el lanzamiento en Canarias una aplicación experimental que ayudará a rastrear los contactos.
El Instituto de Salud Carlos III tiene su propia policía paralela, pero las comunidades autónomas se han sumado a la faena inmediatamente.
En Ceuta hay una banda encargada del control, el Instituto de Gestión Sanitaria (Ingesa), dirigido por Julián Domínguez, jefe de Medicina Preventiva.
En Cantabria el capo de los “gorrillas” es Manuel Galán, encargado de la Salud Pública de la Consejería de Sanidad.
En Asturias quien coordina a los vigilantes es Beatriz Braña.
Su tarea consiste en reconstruir los pasos previos de un apestado, saber si en los días anteriores a que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad, o en las dos semanas posteriores, el positivo tuvo contacto con otras personas, que podrían ser nuevos apestados todavía no detectados.
Del mismo modo que hay quien no contagia, hay supercontagiadores y diversos tipos de contactos sociales según la distancia y el tiempo que dure cada contacto. De ahí que los viajes sean tan importantes y haya que vigilar a los pasajeros de los autobuses, los trenes, los taxis, los aviones, los barcos…
Para ser “gorrilla sanitario” no es necesario ser un profesional del ramo. También hay farmacéuticos o incluso veterinarios porque da igual que el rebaño sea de personas o de ovejas. En Asturias, por ejemplo, hay enfermeros y administrativos. Dentro de poco necesitarán reclutar matones por los gimnasios, antiguos legionarios o combatientes retirados de las fuerzas especiales.
Cuando un incauto cae en las garras de los epidemiólogos y tiene la mala suerte de dar positivo en uno de sus absurdos tests, empieza el calvario de citas e interrogatorios. Debe rellenar un formulario para averiguar las personas con las que convive, con las que se acuesta, con las que trabaja, con las que se va de marcha, sus desplazamientos…
Si el apestado se niega a contestar, o si miente, es posible que haya que aplicarle la bañera, o el quirófano, o uno de esos interrogatorios “reforzados” de la CIA para ablandarle. Ya lo han dicho los máximos tribunales españoles: la salud está por encima de todos los demás derechos fundamentales.
Los defensores de los derechos humanos pondrán el grito en el cielo: sería suficiente con ponerle un detector de mentiras o administrarle el suero de la verdad…
Es por nuestro bien, por el bien de todos. “A quienes llamamos tienen que entender que somos alguien que les va a ayudar. Tenemos muy poco tiempo para ganarnos su confianza. Para establecer una conexión. Que no parezca que hablan con un doctor o un funcionario con una aureola de extrañeza: que entiendan muy bien qué medidas van a tener que adoptar. Las que les pedimos, que son muy duras”, dice uno de estos polis buenos con bata blanca.
Pero a veces el poli bueno tiene que recurrir al poli malo: “Aquí hemos tenido algunos casos en los que han tenido que intervenir las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad para que cumplieran con las medidas” de confinamiento, admite un “gorrilla”.
“Otros incluso se molestan por la insistencia que presentamos. Es verdad que con este tipo de seguimientos las llamadas que puede recibir una persona pueden ser múltiples: de su médico de cabecera, del rastreador, a veces de otras unidades que tienen que hacer controles estadísticos… Si sumamos todo, entiendo que haya pacientes que piensen que nunca se les llama y de repente se preocupan tantos por él”, añade uno de los vigilantes.
Los gorrillas no esconden que su objetivo es cambiar los hábitos de la sociedad y “adaptarnos” al virus. Pura ingeniería social a gran escala.
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