Enfermedades, clases sociales y lucha de clases: el caso de la pelagra

El año pasado Mariví Cascajo Almenara, del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo, publicó un artículo sobre la pelagra (1), que es muy interesante porque ese tipo de análisis no proliferan, ya que hay mucho que esconder bajo la alfombra impoluta de la ciencia y, sobre todo, de la medicina.

Antiguamente a la pelagra se le otorgaron otros nombres, como “lepra asturiana” o “italiana”. Actualmente es bastante desconocida, pero en el siglo XVIII y durante más de 200 años causó enormes estragos entre la población más pobre del sur de Europa, y lo mismo ocurrió a principios del siglo XIX en el sur de Estados Unidos.

Originalmente, recuerda Cascajo, la pelagra se consideró, y así se trató, como una enfermedad infecciosa, a pesar de que ya en 1735, un médico español, Gaspar Casal Julián, sugirió el origen dietético o nutricional de esta dolencia.

Es evidente que, tampoco aquí, apareció ese invento que ahora llaman “consenso científico” sino todo lo contrario: existieron dos doctrinas contrapuestas, de donde surgió un debate que es el verdadero motor del conocimiento.

Durante años la ciencia hizo caso omiso a la hipótesis nutricional, escribe la científica, por una razón que a mi modo de ver es evidente: el Estado burgués puede aceptar que una determinada enfermedad sea infecciosa, pero nunca que sea consecuencia de inadecuadas condiciones de vida, alimentación y trabajo.

A comienzos del siglo XX se produjo algo premonitorio que marca el rumbo de la ciencia moderna: intervino el gobierno de Estados Unidos, que encargó un informe para que los expertos le confirmaran lo que querían oír: que la pelagra es una enfermedad infecciosa. Configuradas de esa manera, las enfermedades son como “brotes” silvestres. No se le puede culpar a nadie de ellas, ni al capitalismo, ni a la pobreza, ni al hambre.

Dicha doctrina no se impuso, pues, por motivos científicos sino políticos.

En 1914 Joseph Goldberger sostuvo, por el contrario, que la enfermedad es consecuencia de la desnutrición de los más pobres de la sociedad, especialmente en las regiones rurales. Tuvo que luchar durante el resto de su vida contra la tesis infecciosa dominante.

Charles B. Davenport

Las poblaciones pobres del sur de Estados Unidos se alimentaban casi exclusivamente a base de maíz, lo que impedía la absorción de la niacina (ácido nicotínico) y de un aminoácido, el triptófano. Para evitarlo, los pueblos precolombinos, mayas y aztecas, ablandaban el grano con una solución de agua y cal (2).En 1937 Conrad A. Elvehjem demostró que, en efecto, la pelagra era consecuencia de la falta de vitamina B3 o niacina que se encuentra en la carne fresca y la levadura.

Los errores médicos no sólo forman parte de ciencia sino que tienen un coste en vidas humanas, que en el caso de la pelagra se cuenta por millones. El remedio no estaba en ningún fármaco ni en ninguna vacuna sino en lograr que la población se alimentara correctamente.

Como ocurre en la actualidad, en 1914 el gobierno de Estados Unidos actuó bajo la coartada de los criterios seudocientíficos de determinados expertos podridos hasta el tuétano. En aquella época su cabecilla era un perro de presa, Charles B. Davenport, profesor de la Universidad de Chicago, que hoy es un perfecto desconocido pero entonces era quien marcaba la pauta de la ciencia en Estados Unidos.

Davenport sostenía la naturaleza hereditaria de la pelagra. En 1902 había creado la Oficina de Registro Eugenésico, que contaba con la financiación de los grandes monopolios estadounidenses, entre ellos el de Rockefeller. Se trataba, pues, de un científico racista al más puro estilo de aquella época.

El experimento oficial sobre la pelagra se llevó a cabo con presos que fueron utilizados como cobayas humanas y la tesis nutricional de Goldberger se confirmó, pero se mantuvo en secreto durante 20 años porque lo más funcional para el capitalismo era defender la naturaleza infecciosa de aquella enfermedad.

(1) https://www.eldiario.es/andalucia/lacuadraturadelcirculo/Pelagra-antigua-enfermedad-vuelve_6_855374456.html
(2) M.Á.Almodóvar: El hambre en España. Una historia de la alimentación, Oberon, Madrid, 2003, pgs.29 y 30.

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