En las proximidades de su tumba se encontraron unos pequeños papeles que resultaron ser trozos de un parte médico a nombre de un deficiente mental: Enrique Anglés Martins. Como consecuencia de este hallazgo, fueron detenidos el propio Enrique Anglés y su amigo Miguel Ricart Tárrega, quien confesó su participación en el triple crimen, acusando a Antonio Anglés, hermano de Enrique, de ser el responsable directo de aquella orgía de sexo y sangre.
Antonio Anglés huyó (o le dejaron escapar) y la Guardia Civil inició su «búsqueda», sin que hasta la fecha haya dado resultado alguno. El comandante de la Guardia Civil Juan Miguel Pérez, uno de los responsables de la detención de Ricart y de la «búsqueda» de Anglés, está convencido de que «sigue vivo». La Interpol mantiene abierta su ficha y considera a Anglés como uno de los delincuentes más peligrosos de España.
¿Cómo es posible que este Estado no haya sido capaz de encontrar a uno de los delincuentes más peligrosos del país?, ¿cómo es posible que haya permitido que siga en libertad 22 años después?, ¿cómo es posible que sigan hablando de «seguridad»?, ¿se refieren a nuestra seguridad o a la suya?
En 1997 comenzó el juicio contra Ricart, su cómplice, que fue finalmente condenado. La sentencia dice que «posiblemente» en los asesinatos de las tres jóvenes, además de Anglés y Ricart, también participó «alguna persona más». El Tribunal Supremo confirmó la sentencia definitivamente, aunque, además, añadió de su propia cosecha que no había intervenido ninguna otra persona.
Como es típico en las farsas judiciales, el Tribunal Supremo obligaba a comulgar con ruedas de molino. Para echar tierra encima hizo algo más, por primera y única vez en su absurda historia: no admitió una prueba típica de CSI, un análisis de ADN de 15 pelos que, como mínimo, según los forenses, pertenecian a 7 personas distintas y ninguna de ellas era Ricart, ni tampoco Anglés, con lo cual quedaba claro que ambos no eran más que hombres de paja. La verdad oficial impuesta por los jueces quedó de esa manera: dos lumpen que por sí solos logran consumar un delito enfrentándose a tres víctimas a las que secuestran, torturan, violan y asesinan.
El caso quedó cerrado hasta que el año pasado Ricart salió de la cárcel, donde purgó 20 años de condena.
Pero, como suele ocurrir, afortunadamente, siempre hay un reducido núcleo de personas que no traga con las versiones oficiales. En este oscuro asunto formaron parte de los irreductibles Fernando García, padre de Miriam, una de las jovenes asesinadas, y Juan Ignacio Blanco, un periodista de investigación que ha sacrificado 20 años de su profesión a estudiar lo que se ha acabado conociendo como «el caso Alcàsser».
En 2002, cuando Rajoy era ministro de Interior, descubrieron que periódicamente la familia del desaparecido Anglés estaba cobrando importantes cantidades de dinero de origen desconocido.
Hasta el momento del crimen la familia Anglés pertenecía al lumpen. Lo componían una madre y ocho hermanos conocidos por ser los más humildes de Catarroja, hasta que después del crimen logran acumular un saldo en la sucursal de Bancaja superior a 300.000 euros. En 2001 la mayor parte de este dinero se encontraba invertido en Letras del Tesoro.
A los saldos millonarios en las cuentas corrientes hay que añadir el nivel de vida de la familia Anglés: propiedades inmobiliarias de una de las hermanas en Cullera, el BMW serie 5 de un hermano, las operaciones de cirugía estética de Neusa Martins, la adquisición de un local en Catarroja -pagado al contado por 14 millones de pesetas-, el mantenimiento de la vivienda familiar de Camí Real… Gastos que, si se suman a la cantidad depositada en Bancaja, suponen un capital superior al medio millón de euros.
Coincidiendo con sus viajes a Sao Paulo, la madre de Anglés, Neusa Martins, de origen brasileño, retira en varias ocasiones de su cuenta corriente cantidades de hasta 30.000 euros. O bien entrega dinero a su familia brasileña, o acumula allí los ahorros para cuando llegue el momento de la jubilación.
Los únicos ingresos conocidos de la familia son el salario mensual de Neusa Martins -la madre de los hermanos Anglés- en un matadero de aves próximo a Catarroja, que no superan los 12.000 euros anuales, a los que hay que sumar los 3.000 euros anuales que Enrique Anglés percibe del Estado por su discapacidad mental.
La fortuna acumulada por la familia no tiene ninguna explicación posible.
Incansables, los investigadores acudieron a la Delegación de Hacienda de Valencia para tratar de conocer las declaraciones de la renta. No es la primera vez que a los funcionarios de Hacienda les preguntan por esta paradoja. Uno de ellos aseguró que sus superiores le habían exigido que dejara de molestar a la familia Anglés con sus requerimientos para que justificaran los ingresos tan cuantiosos. Naturalmente, el Ministerio de Hacienda oculta los expedientes abiertos a las familias Anglés y Ricart por la inspección fiscal.
El silencio levanta un muro infranqueable a los que han continuado las investigaciones, lo cual es en cierta manera lógico. Lo que no es tan lógico es que se lo levante a los jueces, a los fiscales, a la policía. Pero ahí, justo donde aparece un funcionario público, es donde empieza el Estado y el Estado no necesita ocultarse a sí mismo: le basta con mirar para otro lado, con cruzarse de brazos, por lo que se produce esa paradoja, a saber, que sobre el triple crimen hay más información fuera que dentro del sumario judicial.
El Estado nunca ha querido investigar ni el triple asesinato ni el patrimonio de la familia Anglés. Que un asunto de esta envergadura se haya tapado, no sólo en el momento inmediatamente porterior al crimen, sino muchos años después, sólo tiene una única explicación: quien lo ha cometido es el propio Estado, es decir, personajes muy influyentes que forman parte del mismo, que disponen de dinero (fondos reservados) y de poder, altos cargos, políticos conocidos. Los criminales son tan influyentes que el Estado lleva 22 años pagando el silencio de los hombres de paja.
Los que quisieron investigar el crimen fueron criminalizados. Fernando García, el padre de una de las jóvenes asesinadas, y el periodista Juan Ignacio Blanco fueron condenados por la Audiencia de Valencia a penas de cárcel por un delito de calumnias por sus declaraciones en un programa de televisión de Canal 9.
A un padre cuya hija había sido secuestrada, violada, torturada y asesinada los jueces le impusieron un segundo castigo adicional: le condenaron, además, a guardar silencio.
La suerte del periodista no fue mejor. Blanco dijo en la televisión algo terrible: que «el fiscal debía de trabajar más». En 1998 publicó un libro titulado «¿Qué pasó en Alcácer?» y un juez hizo con él lo mismo que antes habían hecho con las tres jóvenes: secuestrarlo. Es otro caso más de censura. Es imposible tapar un crimen de la envergadura del de Alcàsser sin una red de complicidad extensa y dilatada a lo largo del tiempo. Lector: si no quieres formar parte de esa red de silencio y complicidad, puedes descargarte el libro y luego difundirlo. Lo puedes hacer desde este enlace:
Una censura siempre oculta un crimen, y si hoy sigue habiendo tanta censura es porque vivimos en un Estado criminal y multirreincidente. El Estado es tan criminal como los asesinos de Alcàsser. No sabemos quiénes son. Lo que sabemos de ellos es que son esos que hoy mismo nos están hablando en la televisión de derechos humanos, de justicia, de constitución, e incluso de que luchan contra la delincuencia.
No encuentro un enlace de descarga en la página que enlazáis, pero aquí está el libro: uploaded.net/file/9oy089px
Gracias. Con permiso del autor, queda corregido el enlace.
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Vale. Se vuelve a corregir el enlace para que todos tengan aceso al texto censurado.