La joya de la corona de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, el caza F-35, lleva años plagado de averías y sobrecostes. Sin embargo, el Congreso sigue encargando nuevas unidades. Esta chapuza ilustra el peso del complejo militar-industrial en la política estadounidense.
El poder adquirido por las empresas armamentísticas, entre ellas Lockheed Martin, explica el consenso bipartidista que prefiere financiar las armas a instaurar una mínima protección social.
El pasado mes de diciembre, unas espectaculares imágenes del accidente de un avión Lockheed Martin F-35B en una base de las Fuerzas Aéreas en Fort Worth, Texas, circularon por internet. En el vídeo, de 37 segundos de duración, se ve cómo el avión planea sobre una pista, aterriza, rebota y la rueda de morro se desprende, lo que hace que el avión caiga de morro y empiece a girar en sentido contrario a las agujas del reloj. Incapaz de recuperar el control de la aeronave, el piloto acabó eyectándose, pero sufrió heridas graves. Este trágico accidente es sólo el último de una larga serie de choques de F-35. El año pasado se registraron otros dos, uno de ellos en octubre en una base de las Fuerzas Aéreas en Utah.
Si las imágenes se hicieron virales fue por la desconcertante y absurda forma en que se produjo el accidente: el F-35 parece más un avión de papel lanzado por la brisa que una pieza tecnológica de 100 millones de dólares. Además, el F-35 se ha convertido en un símbolo de las equivocadas prioridades políticas de Estados Unidos: la prisa, tanto de republicanos como de demócratas, por financiar herramientas de guerra en lugar de hacer otras cosas socialmente más productivas con fondos públicos, como desarrollar viviendas asequibles, abordar la desigualdad, introducir bajas por maternidad y guarderías… Visto así, los fracasos del F-35 se convierten en un espejo de la eterna incapacidad de Estados Unidos para mirar hacia dentro en lugar de hacia fuera para resolver sus problemas.
Las innovaciones bélicas son necesarias para satisfacer la ansiedad sobre la “competencia” con China, así como sobre el futuro de la supremacía estadounidense.
“Nos hemos gastado 1,7 billones de dólares en el F-35”, tuiteó el comentarista Kyle Kulinski en respuesta al accidente. No es cierto; ésta cifra es el coste total previsto para 66 años, por lo que todavía no es real. Pero una cifra tan elevada -equivalente al importe del proyecto de ley de gastos aprobado recientemente por el Congreso para mantener en funcionamiento el gobierno federal el próximo año y al total de la deuda estudiantil en forma de préstamos federales- dice mucho de la mala gestión financiera del Pentágono. Sin embargo, el F-35 no puede resumirse en su exorbitante coste. Su historia es emblemática del complejo militar- industrial estadounidense.
Los traficantes de armas mandan más que los diputados
La saga del F-35 comenzó hace más de veinte años. Tras la Guerra Fría, las fuerzas aéreas querían sustituir los cazas F-16, que se habían quedado obsoletos. Tras recibir ofertas competitivas de Lockheed y Boeing, el Pentágono hizo un pedido a Lockheed de un nuevo caza en 2001. El F-35 debutó en 2006. Pero en los más de 15 años transcurridos desde que el F-35 salió de la cadena de producción, han surgido un problema tras otro: el peso del avión, su informática e incluso su capacidad para maniobrar correctamente. En 2015, después de más de una década de inversión, cuando todavía se esperaba que el avión costara menos de un billón de dólares, el F-16 seguía rindiendo mejor.
Sin embargo, los problemas que afectan al F-35 no son una anomalía. El F-35 es el típico producto de la forma en que funciona el sistema de defensa estadounidense, el proceso de adquisición a grandes monopolios y la relación público-privada entre el ejército, los contratistas de defensa y el Congreso. Un sistema que se puso en marcha al principio de la Guerra Fría.
Las historias sobre los fallos de funcionamiento del F-35, los sobrecostes para solucionar esos problemas y las audiencias del Congreso que reprenden -con cierta ligereza, cuando no simpatía- al Pentágono y a los ejecutivos de los contratistas de defensa por esos retrasos y gastos excesivos, recuerdan al C-5A Galaxy. Ejemplo paradigmático del “despilfarro” del ejército estadounidense en la Guerra Fría, el C-5A tenía el tamaño de un campo de fútbol. No era un caza avanzado como el F-35, sino un avión de transporte diseñado para mover 90 toneladas de carga. Lockheed Martin consiguió el contrato para el C-5A en los primeros meses de la guerra de Vietnam en 1965, un contrato de 3.000 millones de dólares que se convirtió en un gasto de 9.000 millones para el gobierno federal a principios de los años setenta. El C-5A tenía grietas en las alas y finalmente resultó ser incapaz de cumplir su propósito, pues sólo conseguía transportar aproximadamente la mitad de la carga para la que había sido diseñado. Lockheed gastó millones más para solucionar los problemas, pero no consiguió nada.
Cuando salvaron al traficante de armas de la quiebra
Debido a su ineficacia y coste, las Fuerzas Aéreas redujeron sus pedidos del C-5A en 1970, dejando a Lockheed en un aprieto. En 1971 los sobrecostes del C-5A, así como los del avión comercial L-1011 TriStar, llevaron a Lockheed al borde de la quiebra. En la primavera de 1971, los bancos privados dejaron de conceder préstamos a Lockheed y era probable que la empresa quebrara.
Sólo el gobierno podía salvarla. La empresa solicitó al Congreso un rescate en forma de garantías de préstamo por un total de 250 millones de dólares. Si no obtenía esos fondos, Lockheed se hundiría y se llevaría consigo entre 25.000 y 30.000 puestos de trabajo en treinta y cuatro estados de Estados Unidos, por no hablar de su importancia para la seguridad nacional estadounidense. La petición de Lockheed era, pues, un ultimátum al Congreso. Lockheed se convirtió así en una de las primeras empresas “demasiado grandes para quebrar”.
Tras un polémico y reñido debate en el Senado -que tuvo lugar en el momento álgido de la oposición pública a la guerra de Vietnam-, se aprobaron las garantías de préstamo solicitadas por Lockheed. El Congreso no quería perder su inversión en el avión, ni quería recortar puestos de trabajo mientras la economía entraba en recesión y aumentaba la inflación. Así que el C-5A continuó operando en los conflictos provocados por Estados Unidos, siendo finalmente reequipado y modernizado al C-5B y luego al C-5C. Ahora vuela como C-5M.
Al igual que con el C-5A, las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos están revisando su compromiso con el F-35 y considerando la posibilidad de reducir sus compras previstas de este avión. ¿Es posible, entonces, que el F-35 sea el sucesor del C-5A en el sentido de que sus sobrecostes lleven a Lockheed a la insolvencia (una vez más), y obliguen a un examen minucioso e incluso a una reevaluación del complejo militar-industrial? Por desgracia, esto parece muy poco probable.
Quienes desean recortar y reformar el presupuesto de defensa y cancelar programas como el F-35 -por no hablar de desmilitarizar la economía estadounidense- se enfrentan a varios obstáculos. El más obvio es el argumento del empleo, la afirmación de que detener el F-35 enviará a los estadounidenses directamente al paro. La producción del avión C-5A había afectado principalmente a los trabajadores de un puñado de estados: Georgia, California y Wisconsin. Las piezas del F-35, en cambio, se fabrican en cuarenta y cinco estados y Puerto Rico. Incluyendo a los diversos subcontratistas que trabajan en el F-35, da un total de unos 300.000 puestos de trabajo. Es cierto que no es una cifra enorme comparada con los 163 millones de estadounidenses en activo. Pero la dispersión de los puestos de trabajo por todo el país frena una campaña de movilizaciones contra este tipo de despilfarro militar.
Las ventas de F-35 a países extranjeros también son fundamentales para la forma en que Estados Unidos lleva a cabo su actividad diplomática. Estados Unidos ha autorizado la venta de F-35 a países como Polonia y está considerando la posibilidad de venderlos a Turquía para contener la influencia rusa en ese país. Estas ventas -y la perspectiva de más- han cobrado aún más importancia para los intereses de la política exterior estadounidense desde el inicio de la Guerra de Ucrania en febrero del año pasado. Además, la explosión del comercio mundial de armas desde la década de 1970 ha convertido al F-35 en una herramienta central para la construcción de alianzas, que son claves para sostener su hegemonía.
La privatización de la industria de defensa
Luego está el papel que desempeñan los contratistas de defensa en la economía. En un artículo de 2019 para el New York Times, la periodista Valerie Insinna reveló que Lockheed Martin ejerció su influencia -directa pero discreta- sobre el futuro presupuesto del F-35, y que el proceso de contratación permitió a Lockheed gestionar libremente un producto gubernamental. En cierto modo, los zorros vigilaban el gallinero. Uno de los factores que ha desviado continuamente el rumbo del programa F-35 es el nivel de control que Lockheed tiene sobre el programa. La empresa produce no sólo el propio F-35, sino también el equipo de entrenamiento para pilotos y técnicos de mantenimiento, el sistema logístico del avión y su equipo de apoyo, como carros y plataformas. Lockheed también gestiona la cadena de suministro y es responsable de gran parte del mantenimiento del avión.
Esto da a Lockheed un poder significativo sobre casi todas las partes de la empresa del F-35.
“Después de mis primeros 90 días, tuve la impresión de que el gobierno no estaba a cargo del programa”, dijo el teniente de la Fuerza Aérea Christopher Bogdan, quien asumió la supervisión del programa en diciembre de 2012. Parecía “que todas las decisiones importantes, ya fueran técnicas, sobre el calendario o contractuales, las tomaba realmente Lockheed Martin, y el departamento gubernamental a cargo del programa se limitaba a observar”. El F-35 de Lockheed, a diferencia del C-5A, se está produciendo en un momento en que la industria de defensa se ha ido privatizando cada vez más desde la década de 1970. La privatización de las fuerzas armadas en las últimas décadas fue un proyecto político decidido tanto por rígidas posiciones ideológicas a favor de la empresa privada como por la búsqueda interesada de mayores beneficios mediante la absorción de recursos y funciones gubernamentales.
Si a esto añadimos el actual clima de política exterior, en el que el temor a una guerra con China hace cundir el pánico entre los estadounidenses, los cazas F-35 se convierten en herramientas necesarias para desplegar en caso de que los chinos decidan invadir Taiwán. Los oficiales de las Fuerzas Aéreas también se aferran al potencial del F-35, más que a sus capacidades actuales, creyendo que las deficiencias del F-35 pueden corregirse a su debido tiempo.
Estos diversos ingredientes son una receta perfecta para el continuo despilfarro del dinero de los contribuyentes. Pero desde el punto de vista de Lockheed, esta receta es un éxito. Porque mientras el F-35 es objeto de burlas en internet, Lockheed también se mofa de su abultada cuenta bancaria.