De las palabras de Anguita se desprende que la “culpa” de la corrupción la tienen los votantes, quienes deben votar a los candidatos y a las listas “limpias” (se hay alguna).
En cualquier caso, lo que debemos hacer para acabar con la corrupción es votar, porque que haya o no corrupción depende de a quién se vote.
Naturalmente que empezamos suponiendo que, a diferencia del candidato, el votante está limpio y que es incongruente que alguien limpio vote a lo que no lo está. Dicho de otra manera: podemos poner en tela de juicio al elegido pero nunca al elector.
Esta imagen está profundamente grabada en la conciencia gracias a una cuidadosa y meticulosa campaña de los medios de comunicación que así lo predica.
Como la burguesía se cree sus propias fantasías, hay quien cree que aireando la corrupción del PP, va a asestar un golpe maestro a la mayoría actual, logrando que pierda votos.
De hecho la corrupción va a ser una las cuestiones más demagógicas de la próxima campaña, donde unos y otros van a jugar a quién es más limpio y quién más sucio.
Los hechos demuestran, sin embargo, todo lo contrario y esta vez no va a ser una excepción: por más que se hayan aireado a más no poder los trapos sucios, no va a producirse un vuelco electoral.
El error no sólo procede una errónea noción de lo que son unas elecciones y de cómo se preparan, sino de la propia naturaleza de un Estado, como el español.
El error se puede demostrar acudiendo a estas elecciones como a las de hace 100 años: España ha sido y es un Estado clientelar y caciquil donde antes de compraban votos puerta a puerta y ahora ocurre lo mismo de otra manera diferente.
Aunque las tonterías “neoliberales” separan al capitalismo (privado) del Estado (público) los marxistas sostenemos que, en realidad, estamos ante un capitalismo monopolista “de Estado”, lo cual significa que una parte muy grande de la circulación del dinero pasa por el Estado, las autonomías, los ayuntamientos y demás.
Ese movimiento de fondos públicos crea una clientela cautiva de determinados intereses políticos y económicos que sobrevive gracias al empleo público, a la adjudicación de una institución, a una subvención, o a cualquier otra decisión pública que no necesita ser corrupta ni ilegal para generar clientela y, por lo tanto, votos.
Todo el mundo asegura que en este país el voto es libre y es posible que haya quien pueda elegir. Pero también los hay que dependen de que no cambie la mayoría de un ayuntamiento porque tiene una subcontrata que, además, es temporal.
Los hay cuyo voto está cautivo no por algo sino por la mera expectativa de algo: de un empleo, de una subvención o de un contrato.
El elector cautivo arrastra tras de sí su propia red de pequeños intereses, que vota al unísono: la pareja, los hijos, los tíos, la abuela, el cuñado… todos suspiran porque les llegue una parte del cofre del tesoro, por pequeña que sea.
En España el voto no es libre en ningún caso. Pero para muchos en ello, además, les va la vida. Ya lo dice el refrán: “No muerdas la mano que te da de comer”.