Nicolás Bianchi
Pedí cívicamente la hora a un peatón y me dijo que yo no tenía derecho a saberla hasta que no condenase la violencia. Sentí la pulsión de zarandearlo pero recordé mis títulos universitarios y me contuve. Discurrí que no había ilación (sí, sin hache) lógica entre saber la hora -pedirla, preguntar por ella- y execrar la violencia. Pero mis reflejos son premiosos. Entretanto, telefoneé a un amigo con la esperanza de que tuviera la gallardía de darme la hora pero, en lugar de eso, y recordándome que él era un ciudadano de un país libre, me recriminó mi desfachatez por importunarlo sin antes haberme desmarcado de la violencia. No entendí, pero tampoco indagué. Recordé que fui versificador y noté gazuza. Resolví -no tenía parné- dirigirme a un Banco y rogar un préstamo de tres euros para vino y pan. Como poseo un alto y, según creo, desarrollado sentido y concepto de la justicia, debo confesar sin remilgo que el Banco se portó y comportó con exquisita corrección y no hizo aspaviento (por lo irrisorio de mi petición monetaria). Era un Banco sin ideología. Quizá por eso no me puso la condición de que negara -y «condenara» como si yo fuera un cura o un juez en un púlpito o un tribunal- la violencia. Es posible que el empleado observara en mí un estado de ánimo que lo indujera a creer que yo era un tipo digno de lástima -curiosa dignidad, pardiez- e incapaz de distinguir entre acto y potencia o saber qué cosa era la violencia y su fase suprema, la teología. Mi mente es muy simple. No hago alardes. Sólo pido la hora en la vida. Me urge el hambre. Me negaron la pitanza en el bar en que entré argumentando que yo y mi circunstancia era un indeseable que no ponía en solfa la violencia y que sólo si me arrepentía accederían, solícitos, a mi pedido. No fue bastante que mostrara mi menguado peculio en una economía libre de mercado pues, ofendidos, alegaron que ellos actuaban por ética, y que no todo en la vida consistía en el metal.
Luego esputó al suelo de madera alabeada. Deduje que era un idealista y yo un ser vil. Salí del local, culposo, doloso y avergonzado, y doné mis monedas, que parecían de Judas, a un menesteroso. Fue algo instintivo, irreflexivo, lo admito.
Una señora vio mi postulación, que un jurado neutral calificaría de altruista, y me dijo que yo era un ente -no una persona- despreciable y poco «heideggeriano» (sic)-. supongo que por eso me llamó «ente»– por tratar de lavar mi infame conducta de no condenar la violencia entregando mi dinero -mi «capital»– a un pordiosero. Medio enajenado agradecí a la madama que me redimiera y la pregunté si era miembro de alguna secta para que me admitiera. En este trance haré un punto y aparte, véanlo.
Deambulé -hay quien camina y quien deambula- unos metros y una bota me aplastó. Esa grosería de muy mal gusto me hizo ver que yo era un insecto imaginado por Kafka. Dí orden a mi albacea para que destruyera estas borrajas pero, para mayor oprobio, me desobedeció, como Max Brod a Franz. Y pasé a la posteridad.