N.B.
Yo, Carpanta, quedé con Pantagruel -que se separó de Gargantúa por crueldad mental al descubrir que era transexual- en un txoko vasco -como llaman allí a los ventorros- para celebrar algún aniversario de lo que llamaban la «nueva cocina vasca» y tal y tal. Allí, en la Sociedad Trimalción, sita en la calle Satyricón junto a la tasca Al Fondo Hay Sitio, fuimos recibidos por el anfitrión Caius Apicius y su sobrino meritorio Lúculo. Su pretensión: asombrarnos con platos revolucionarios (sic).
Salve -saludamos Pantagruel y yo-, Caius Apicius, los que venimos a jamar y jalar, cata y cala mediante, te saludan, ¿qué has preparado hoy, gran estratega? ¿Con qué nos vas a sorprender? Salve, plebeyos, dice él, hoy distraeré vuestro gárrulo paladar con ambrosías inenarrables. Para empezar, he hecho una sopa de tierra… ¿De tierra, Caius? Sí, gañanes, pero de tierra vietnamita (un chistoso dijo que, entonces, será de tierra roja comunista), probad a qué sabe y opinad en este mundo libre y de economía libre de mercado. Sabe -decimos- a tierra de cojones, sea roja o aceitunada. Ajajá, eso le da autenticidad, dice Caius triunfal, mientras nos pasa un rústico botijo de agua que nos supo a gloria. Excelente y exótico, decimos, ¿y cuánto vale este manjar de dioses?, preguntamos como destripaterrones que somos. Oh, gente vulgar, esta papaverina no tiene precio. Ya -digo yo-, o sea que es gratis. ¡Jajajá, qué divertido eres, Carpanta!, dice Caius.
¿Y de segundo plato qué tenemos?, pregunta Panta(gruel). Hummm, sólo de decirlo, engordo. Veréis, tragaldabas, hojaldre de ladrillo de adobe palentino con genuino sabor bajomedieval, degustad y decir y opinad en este mundo afortunadamente libre, pero libre, libre, libre de cojones. Joer, qué rico, oye, yo es que me chupo los dedos, dice Panta, y el hedonista epicúreo Carpanta, o sea, yo, con lo mismo, ergo: ¿cuánto cuesta esta novena maravilla del mundo mundial? Jejejé -ríe flojo Caius-, ¿acaso los dioses ponemos precio al néctar? Detenéos en su valor de uso y no en su valor de cambio. No somos economistas -continúa este Arzak, que es quien publicitaba la sopa de tierra… vietnamita, que eso lo ví yo por la tele hace unos años-, somos restauradores y, si me apuras, filósofos, y, si me apuras más, hasta cómicos como Argiñano haciendo la competencia a Faemino y Cansado, como se quejaba este último, no sabemos si bromeando o no o qué. Hacemos feliz a la gente -de toda clase y condición- por el estómago y somos estómagos agradecidos.
Pasamos al tercer plato que fue la endivia y la envidia -no es un juego de palabras- de don Salpicón y su escudero Sancho, allí presentes. Y que consistía en espuma de salmón sin espuma y sin salmón («volavérunt», lo llamaba él en un alarde de ingenio) con pizcas de sal desalada, salsa aguachirri y dos granos de nuez moscada y mosqueada. Qué, ¿a qué sabe? A nada, decimos, no sabe a nada, pero es extraordinario, exquisito. Esa era la idea -dice este extraterrestre de lo culinario-, que no sepa a nada, porque nada ya es algo, y que me perdone Heidegger que fue cocinero ario antes que fraile nazi, para que se vea que los chefs somos gente leída. Y no me preguntes -se dirige a mí- cuánto vale pues soy artista. No se ha hecho la miel para la boca del asno.
En los postres, con la andorga ahíta de nada, haciendo bachilleradas quijotescas y borborigmos (eructando) sanchopancescos, Caius, ebrio de apoteosis en el ágape, nos pasmó con un mousse de hierba de vaca ensilada -así se dice para los legos: son esos enormes bultos forrados en plástico que se ven en los campos- con un dado de tocino de cielo braseado que nos devolvió la fe en Dios. De copa tomamos un «horujo», con hache, pues -según Apicius- era mejor -vasodilatador, dijo, como si fuera Juan Benet, escritor ya fallecido y olvidado y gran amante del güisqui, como tantos en esa profesión- que el orujo sin hache, o sea, sin ache.
Luego jugamos al mus riéndonos de un paleto que entró y pidió duelos y quebrantos.