Todo es moda, pasajero, efímero. Si la Revolución soñada fuera algo así, el capitalismo la compraría -la Revolución- confiando en la obsolescencia del producto para (re)inventar -y vender- nuevas «revoluciones» (de colores o daltónicas, a gusto del consumidor). ¿Qué fue de los «escraches», se acuerda alguien? ¿O de expropiar -esta es la palabra justa- víveres en los grandes súpers? Los más lerdos los condenan. Los más ladinos, más inteligentes, los que saben de qué va esto, los pasean por la tele. Y la tele tiene televidentes, público, espectáculo. Así nos quieren, aborregados. O así nos pintan.
Se roba mucho en este Estado. Y se defrauda. No roban más porque entonces nadie tendría un euro para comprar una barra de pan y no habría panaderos y los ladrones tendrían que comerse todo el pan, y como no pueden, van a robar a otro lado, inversión le llaman, y si les sale mal, especulan o qué ostias, cobramos sobresueldos que esto es jauja y vivalavirgen, aunque algún pringao expíe y se sacrifique por nosotros por aquello de que el «sistema» funciona. Hay que aparentar.
Como los piratas. ¿Cómo los piratas, dije? Si los ladrones van a la oficina -como decía una serie televisiva-, los piratas son gente honrada: tenían un código. Tenían «las reglas del diablo», sin necesidad de leer al gran RL Stevenson y su «Isla del tesoro». El llamado “código pirata” es considerado como una serie de reglas de conducta comunes a todos los piratas y, además, escritas, o sea, como la Constitución española, sólo que el código pirata se cumplía… como los maitines de un monasterio medieval.
No todos los códigos piratescos eran iguales (como bucaneros, filibusteros y corsarios no eran lo mismo), pero sí tenían un mínimo común denominador (o máximo común divisor porque cada maestrillo, cada capitán, tenía su librillo). Extramuros de la legalidad, hilvanaban la suya propia y, así, consideraban delitos graves la ocultación de parte del botín, el robo a los «compañeros», hacer trampas en el juego (al naipe); desertar en la batalla o no tener las armas listas en el momento del abordaje. El «gato de siete leguas», dizque el látigo, el corbacho -el «knut», en ruso-, no era tan habitual como se ve en las películas hollywoodienses de los años 40-50.
Dejar a alguien en una isla desierta, sí. Tenían hasta una especie de seguridad social que cubría con una suerte de indemnización a los piratas mutilados en el fragor de la «batalla», sólo que estos no iban uniformados, como los mercenarios de ahora, privados o profesionales. Celebraban asambleas y podían destituir al capitán por «ineficaz» (como el vestuario del Madrid a Rafa Benítez, perdonen la licencia). Había carpinteros y cirujanos que cobraban más en el reparto del botín que era, acabáramos, el objetivo de la cosa: el botín, como hoy saquear el erario público, otro botín. Ocurre que el código pirata establecía normas de cómo había que repartirse el (emilio) botín, unos caballeros.
Los modernos piratas que vemos hoy, impertérritos, se reparten el botín, pero sin código ni pata de palo ni parche en el ojo tuerto. Entran a saco. Como Carlos V en Roma (1527). Ni siquiera juran, como hacían los piratas, ante un vaso de ron y una Biblia (hoy la Constitución). Bueno, ante una copa de ron, sí, cosa que ahora mismo me dispongo a hacer.
A su salud.