El título engaña, no va de toros -tal vez en otra ocasión-, sino de vacunas. En los años sesenta del siglo pasado, en plena guerra fría, acojonaban al personal con el empleo de la «bomba atómica» -una parodia genial fue la película de Stanley Kubrick «Teléfono rojo: volamos hacia Moscú» (Dr. Strangelove, 1964)- que podía ser usada por cualquiera de las dos superpotencias (EE. UU. y la URSS) al más mínimo roce o mosqueo geoestratégico entre ellos y/o sus aliados. No era, ciertamente, cosa de tomárselo a broma (el cinematográfico general norteamericano MacCarthur quería arreglar el «peligro rojo» a base de bombas atómicas), igual que, en la época medieval, la gente creía en el infierno y estaba, como Lutero, por ejemplo, aterrorizada. Hoy te ríes, pero entonces…
No hace mucho era el SIDA y no podías ni follar, ahora dan la vara con el cambio climático y recién las epidemias cual plaga bíblica egipcia que, por supuesto, se curan echando mano de la industria farmacéutica o «Farmafia» y de las vacunas. Resultado: todo dios asustado. No hay año que no sea declarado evento anual contra algo que se supone es una enfermedad, igual que el Año de la Madre, el Padre y Cristo que lo fundó (cosas del Cortinglé).
Todos los años, al acercarse las fiestas navideñas, indefectiblemente se «convoca» -esta es la palabra exacta- a la población ya carrocilla que padecen enfermedades crónicas a vacunarse. Y, si no lo haces, parece que vas a morirte pasado mañana (y, si te mueres, dirán que es porque no te has vacunado, o sea, por bobo y la culpa es tuya, que el Estado, la Administración ya te avisó y veló por tu salud). Y como ves que tu círculo se vacuna, pues tú también, por si acaso y no vaya a ser que… Además, no pierdo nada. Es posible, pero hay quien gana siempre.
Tenemos, pues, las vacunas con efectos taumatúrgicos y de efecto placebo: vacunarse tranquiliza. Y no lo negamos. Lo que afirmamos y declaramos es nuestro escepticismo ante la asunción acrítica de las vacunas como remedio y panacea esencial y metafísica -tarro de las esencias- de la salud pública e individual. Al igual que la propiedad privada que parece que ha existido siempre y no tiene origen ni historia ni desaparecerá jamás, lo que ni Adam Smith decía.
No es que se vacune a la gente a la fuerza, pero casi. Para obligar a vacunarse a alguien, primero habría que demostrar que la vacuna se dirige contra una enfermedad infecciosa, y no causada -como así entiende el stablishment- por una bacteria o un virus, sino que se puede propagar de unas personas a otras, por ejemplo, la sífilis, una enfermedad venérea. El cólera, verbigracia, no es una enfermedad infecciosa. Ni la polio. Esto no se combate con vacunas. Las mejoras en las condiciones socioeconómicas y ambientales de las poblaciones fue y es el elemento clave para disminuir la morbilidad y mortalidad infecciosa. Igual que la mortandad del tráfico se aminora incrementando la seguridad vial y no a base de multas. Al menos, eso.
Las vacunas ya nacieron en el siglo XIX con profesionales en contra de esta práctica médica, que no eran precisamente hechiceros (que tampoco eran, por otra parte, o no siempre, los farsantes carapintadas de las pelis de Jolivú). Ocurre que hacen poco ruido. La conclusión principal es que nos prefieren «clientes» permanentes que no «pacientes» eventuales. Y ello porque las vacunas, las pastillas, la yatrogenización, son la columna vertebral del sistema médico y farmacéutico donde las compañías farmacéuticas ganan lo que no está escrito en vacunas.