Cuando se oye decir que el nacionalismo español no existe hay un adarme de certeza, aunque quien lo dice no sabe lo que dice. La división territorial en provincias -y Diputaciones- fue una creación liberal del siglo XIX por oposición a las, vale decir, derechas conservadoras españolas que siempre fueron «regionalistas» (caldo de cultivo propicio al «caciquismo», como hoy las taifas «autonómicas» o café para todos para diluir y no enfrentar el sempiterno problema de las llamadas «nacionalidades»). Se trataba de solucionar el contencioso catalán (que no es de hoy y muy anterior al mal llamado «problema vasco»: el nacionalismo español no es un «problema» porque no existe, ¿no es cierto?) con una descentralización administrativa. Eso es el verdadero significado del regionalismo (del «sano regionalismo», que decía Fraga Iribarne, hoy «Estado de las Autonomías»). Se hablaba, a la sazón, que se dice, de regionalismo castellano que siempre fue a remolque del catalanismo. El ministro zamorano, liberal, Santiago Alba, en 1908, afirmaba en un mitin (entonces «meeting») que iría a predicar (sic) a Cataluña «frente al evangelio catalanista la gran verdad castellana» (no decía «española» como patanes rastreros y vividores tipo Rodríguez Ibarra, Leguina o García-Page o la propia Susana Díaz). El vasco Unamuno -más bien el bilbaino Unamuno- en 1909 consideraba que el castellanismo no era otra cosa que anticatalanismo: «no nos engañemos», decía el cuáquero Rector salmanticense.
Un castellanismo hogaño nacionalismo representado por «La Roja» y su líder Sergio Ramos, philosopho ático, poniendo los ojos en blanco oteando transverberado, levitando, el azulísimo cielo cuando suena el himno -sin letra- español nostálgico de la Armada Invencible y otras glorias pasadas. Si ya entonces no se resolvió ese «problema», menos con estos fascistas de hoy.
Good afternoon.