Martín Villa: un fascista reconvertido |
Además de ser paradigmático de una operación de maquillaje muy común entre quienes tuvieron alguna cuota de poder -y alguna responsabilidad en el ejercicio de la represión- durante los últimos años del régimen, el caso de Martín Villa resulta especialmente cercano, ya que, durante el último año y medio de vida de Franco, Barcelona sufrió como gobernador civil (cargo que, como máxima autoridad gubernamental en la provincia, tenía bajo su responsabilidad la aplicación de la política de orden público) […]
Cuando, en mayo de 1974, Rodolfo Martín Villa llegó a Barcelona como gobernador civil y jefe provincial del Movimiento (responsabilidades que eran ejercidas por la misma persona), ya hacía años que había dejado en el armario la camisa azul, pero no las ideas falangistas.
Su entrada a las estructuras del partido único del régimen se había producido -como era trayectoria natural de las generaciones de dirigentes franquistas que ya no habían hecho la guerra- a través del Frente de Juventudes, donde se integró muy joven para hacer olvidar la militancia izquierdista del padre. Con todo, esta elección temprana, en la que en alguna medida había podido influir la necesidad, pronto se convirtió en un compromiso convencido. Así lo demuestra su carrera política posterior, tanto dentro del Sindicato Español Estudiantil (el SEU, sindicato único estudiantil), del que fue jefe de Madrid y, después, jefe nacional (1962 a 1964), como de la Organización Sindical Española (el OSE, el sindicato vertical del régimen).
Sobre la etapa del SEU, a la que pertenecen las conocidas imágenes de Martín Villa con la camisa azul falangista, él mismo decía en 1971, en una entrevista: “Mi formación en el SEU y sus instituciones hace que me considere, cualquiera sea la consideración legal que se otorgue a la Falange, como un hombre radicalmente falangista, con el orgullo de quien atribuye a la Falange lo que es más positivo y avanzado del Régimen nacido el 18 de julio”.
Teniendo presentes estas palabras, se entiende perfectamente que en aquellos mismos años no tuviera ningún inconveniente en ser fotografiado -como se puede comprobar en más de una entrevista- junto al retrato de José Antonio Primo de Rivera que tenía colgado tanto en el despacho como en el domicilio familiar.
Tras el paso por el SEU, José Solís le apadrinó dentro del sindicato vertical, en el marco del cual ejerció varios cargos. Entre ellos, el de delegado provincial de Sindicatos de Barcelona (1965-1966) -su primer aterrizaje en la provincia- y, más adelante, el de secretario general de la OSE (1969/73). No era poca, pues, la experiencia política que Martín Villa había acumulado con 39 años, cuando fue destinado por segunda vez en Barcelona.
La muerte en atentado de Luis Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973 propició que Carlos Arias Navarro asumiera la presidencia del gobierno. El nuevo jefe del consejo de ministros -cargo que Franco había ostentado hasta junio de 1973, momento del nombramiento de Carrero- pronto hizo público un programa etiquetado de “aperturista”, pero que en realidad tenía mucho de continuismo y poco voluntad de reforma (y nada, por supuesto, de pretensiones de cambio de régimen).
Martín Villa, el último de los diversos gobernadores civiles que designó el nuevo gobierno en los primeros meses de mandato, tenía que ser, pues, el hombre de la “apertura” en Barcelona. Y así ha sido a menudo caracterizado su mandato: como una etapa de relajación de los rígidos criterios imperantes en materia informativa y cultural.
Ciertamente, en consonancia con la línea impuesta desde Madrid, el gobernador promovió un mayor acceso a la información, pero de manera limitada y sólo en algunos ámbitos. En materias consideradas sensibles, como las noticias sobre la enfermedad de Franco o sobre el entonces príncipe Juan Carlos, Martín Villa ordenó una constante vigilancia y rigor. Asimismo, las publicaciones clandestinas sufrieron siempre un estricto control.
Una víctima especialmente representativa de este clima fue el periodista Josep Maria Huertas Claveria, sentenciado en agosto de 1975 a dos años de prisión -de los que finalmente cumplió ocho meses- por injurias al ejército, en un consejo de guerra en que el Gobierno Civil no ahorró informaciones para complementar la instrucción. En el ámbito cultural, a pesar de la autorización de algunos recitales de cantautores identificados con el antifranquismo -como el de Raimon en el Palacio de Deportes de Barcelona el 30 de octubre de 1975-, las autoridades provinciales mantuvieron actualizada una lista de artistas vetados, entre los que se encontraban, entre otros, Paco Ibáñez, Lluís Llach, Serrat o Jaume Sisa. Hubo una cierta “apertura”, pero muy limitada.
Respecto a la oposición, la política de Martín Villa apenas se diferenció de la tendencia general de endurecimiento de la represión, en un contexto de deslegitimación creciente del régimen y proliferación de luchas en todos los ámbitos. Fruto de esta situación, en reuniones internas del gobernador civil con altos cargos policiales incluso se previó, en caso de graves alteraciones del orden público, la militarización de determinados servicios públicos (como el metro), de sectores estratégicos (agua, gas, electricidad) o de la producción de alimentos básicos (como el pan), lo que evidencia la inquietud de las autoridades ante la eventualidcd de tener que afrontar situaciones de gran ingobernabilidad.
Un episodio concreto puede servir para ejemplificar el carácter de Martín Villa en este terreno. La noche del 30 de abril de 1975, dos personas fueron tiroteadas por la policía en Santa Coloma mientras repartían propaganda convocando a movilizarse durante el Primero de Mayo.
En protesta, cuatro asociaciones de vecinos de la ciudad enviaron un escrito al gobernador, el cual, en respuesta, les hizo llegar una carta en la que esgrimía el “derecho de autodefensa que asiste un miembro de las Fuerzas de Orden Público”. Curiosa autodefensa, convendría añadir, la que se ejerce a tiros frente al reparto de octavillas.
Pero si algo hay que denunciar especialmente del mandato de Martín Villa como gobernador civil de Barcelona, es el auge que se produjo era las agresiones y atentados ultrafranquistas, especialmente a partir de la primavera de 1975. El entonces subjefe provincial del Movimiento, Antonio Casas Ferrer, ha sido acusado de haber ejercido no sólo de interlocutor, sino también de protector y animador de estos comandos. De lo que no cabe duda es que, más que “incontrolados”, eran simples marionetas de las autoridades: como revelaba un documento policial de noviembre de 1977 referido precisamente en la zona de Barcelona, las actividades de estos grupos eran controladas por la Jefatura Superior de Policía, que los tenía identificados a casi todos y que controlaba las actividades -específicos el informe- en un 80%.
Antes de vestirse -como hicieron tantos otros- la camisa de demócrata, Martín Villa aún ocuparía importantes responsabilidades políticas. Primero, dentro del gobierno formado inmediatamente después de la muerte de Franco -en la que Arias Navarro se mantuvo a la presidencia-, como ministro de Relaciones Sindicales. Luego, en el ejecutivo formado en julio de 1976 por Adolfo Suárez, como ministro de la Gobernación.
La victoria de la UCD en las elecciones de junio de 1977 permitió que se mantuviera prácticamente dos años más en el cargo, bajo la denominación de ministro del Interior. La continuidad en la violencia policial y, sobre todo, en cuanto a la “guerra sucia”, hacen pensar que, como mínimo, desde el ministerio no hubo ninguna voluntad de poner fin a este tipo de prácticas.
De hecho, poco antes de los comicios que sellarían definitivamente el fin de la dictadura, en sus últimas decisiones como integrante de un gobierno que no había sido refrendado por las urnas, Martín Villa situó dos hombres especialmente identificados con la represión en lugares clave del organigrama policial: José Sainz como subdirector general de Seguridad y Roberto Conesa como comisario general de Investigación.
Igualmente, para que no quedaran dudas de su apoyo a determinadas figuras, condecoró a dos de los máximos exponentes de las brutalidades del franquismo: por un lado, el mismo superagente Conesa, y, por otro, el policía Antonio González Pacheco, Billy Niño (medalla de oro y de plata, respectivamente, al mérito policial). Se trataba del último gesto de soberbia de un franquista -y falangista- convencido, reciclado en demócrata sólo por la fuerza de los acontecimientos.