El doctor Fraser Brockington |
“Nadie conocía la existencia de este informe”, recuerda ahora. “Brockington inventó la medicina social y fue una de las grandes figuras de la salud pública en el siglo XX. Y nos descubrió las vergüenzas”, relata la investigadora, de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Brockington, que había sido catedrático de Medicina en la Universidad de Manchester, visitó España durante casi tres meses como consultor de la OMS y logró un acceso inédito a los despachos que manejaban la sanidad franquista. Su diagnóstico, una bofetada a la propaganda de la dictadura, ve ahora la luz por primera vez, más de medio siglo después de ser redactado.
El informe de 1967 denunciaba multitud de carencias. “Básicamente no existen consultas de especialidad ni consultas para cuidado prenatal, protección de la infancia, enfermedades venéreas y enfermedades pediátricas más que en las capitales de provincia”, sostenía Brockington. El médico también constataba “el fracaso de la Escuela Nacional de Sanidad en lo que respecta a la formación y a la investigación en Salud Pública” y alertaba del “desierto estadístico” que impedía conocer el estado real de la sanidad en España. “Los principios de la medicina social y preventiva”, escribía, “brillan por su ausencia”.
El denominado Informe Brockington deja claro que el estado de la sanidad española era “peor que el de muchos otros países en vías de desarrollo”, según subraya el historiador Esteban Rodríguez Ocaña, que acaba de publicar la traducción del documento en la revista especializada Gaceta Sanitaria. El expediente firmado por el médico británico era demoledor. Criticaba que Franco todavía no hubiese creado a esas alturas un Ministerio de Sanidad y que mantuviese descuartizadas las competencias en diferentes ministerios: la Dirección General de Sanidad pertenecía al Ministerio de Gobernación, pero la salud escolar dependía del Ministerio de Educación, los hospitales de la Seguridad Social se desarrollaban bajo la jurisdicción del Ministerio de Trabajo y la higiene ambiental recaía en los ministerios de Vivienda y Obras Públicas.
Era un caos con “efectos desastrosos”, según advirtió Brockington en 1967. “El escalón central se esfuerza poco o nada por coordinar su política. No existe un diálogo habitual entre los distintos ministerios”, alertaba. “Urge con premura resolver esta situación”.
Rodríguez Ocaña ha estudiado el origen de este embrollo organizativo. Tras el fin de la guerra civil en 1939, las facciones del bando ganador pelearon por repartirse el poder. Los militares católicos se hicieron con el Ministerio de la Gobernación y su Dirección General de Sanidad. Los falangistas, por su parte, se quedaron con el Ministerio de Trabajo y con el Instituto Nacional de Previsión, desde el que continuaron el programa de seguros sociales diseñado durante la República. El seguro obligatorio de enfermedad se aprobó en 1942, dejando fuera a la gran mayoría de los trabajadores del campo y a los desempleados. Con esta cobertura sanitaria, «el trabajador ya no sería un pobre que debería acogerse a la Beneficencia pública y vivir el rubor de ser hospitalizado entre mendigos, sino que sería un soldado a quien la sanidad de su ejército de paz atiende cuando ha sido baja en el servicio», aseguró en 1944 el ministro de Trabajo, José Antonio Girón de Velasco.
“La propaganda insiste en que el seguro de enfermedad lo inventó Franco, pero la ley del seguro de enfermedad estaba en julio de 1936 admitida en las Cortes. No se la inventaron los franquistas. Ya había fake news entonces”, explica Rodríguez Ocaña, de la Universidad de Granada. Tras el seguro de enfermedad se aprobaron el de vejez e invalidez, en 1947; el de desempleo, en 1961; y todos ellos se unificaron en un sistema de seguridad social en 1963, según relata Rodríguez Ocaña en su libro Salud pública en España. De la Edad Media al siglo XXI.
Otros expertos ya han mostrado que la propaganda franquista no coincidía con la realidad, como constató Brockington en 1967. “Los hechos no encajan con el interés mediático mostrado por la dictadura hacia el problema sanitario”, señalan la historiadora Jerònia Pons y la economista Margarita Vilar en su libro El seguro de salud privado y público en España. Su análisis en perspectiva histórica, publicado en 2014. “La partida de presupuestos destinados a la Dirección General de Sanidad como porcentaje del presupuesto total del Estado permaneció estancada entre 1943 (1,05%) y 1958 (1,02%)”, apuntan las autoras.
“Las recomendaciones de Brockington se quedaron en un cajón”, lamenta Rodríguez Ocaña. En 1936, el Ministerio de Sanidad era una bandera enarbolada por la República. La anarquista Federica Montseny había cogido las riendas del gabinete, convirtiéndose en la primera mujer ministra de un Gobierno español. Pero todo desapareció con la guerra civil. El Ministerio de Sanidad no se recuperó hasta 1977, dos años después de la muerte del dictador.
Durante su estancia en España, Brockington dispuso de un despacho en la Dirección General de Sanidad, en Madrid. Desde allí, viajó por varias provincias españolas para obtener información de primera mano. En su informe, el experto también denunciaba el pluriempleo de los médicos españoles. Rodríguez Ocaña ha encontrado unas notas autobiográficas en los archivos de la Universidad de Manchester en las que Brockington recuerda asombrado que el director de la Escuela Nacional de Sanidad, Valentín Matilla, compaginaba su empleo con otros 16 cargos. “Esa no era manera de trabajar”, sentencia el historiador.
Rodríguez Ocaña y Ballester sí reconocen algunas mejoras llevadas a cabo por el régimen franquista, como la erradicación de la malaria y la disminución de la mortalidad infantil. Antes de la guerra civil, entre 1930 y 1934, de cada 1.000 nacidos vivos morían 120 niños antes de cumplir un año, frente a los 80 de Francia. El número fue cayendo durante la dictadura, llegando a 70 en 1950 (52 en Francia) y a 28 en 1970 (15 en Francia), según los estudios de la socióloga Rosa Gómez Redondo.
Ballester pone el foco en el “desierto estadístico” que confirmó Brockington. “Ni siquiera había estadísticas. ¿Cómo iban a actuar las autoridades?”, reflexiona Rosa Ballester. “En el caso de la polio, había niños pequeños que quedaban paralíticos o no podían respirar. Cuando algunos de los gerifaltes españoles acudían a congresos internacionales presumían de contar con respiradores, los llamados pulmones de acero, en todas las provincias, pero cuando venían los observadores de la OMS veían que había tan pocos aparatos que los médicos tenían que elegir qué niño moría y cuál vivía”.
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