Incluso los lectores exquisitos y con título universitario en vigor es posible que no sepan lo que es la trampa de Kindleberger, y que ni siquiera sepan quién fue Charles P. Kindleberger, el economista que diseñó el Plan Marshall, porque esa es otra burla de la historia: el orfebre del Plan no fue el general George C. Marshall sino Kindleberger. “El primer trabajo en economía realizado con ordenadores utilizó los del Pentágono por la noche para elaborar el Plan Marshall”, contó años después en una entrevista.
La trampa de Kindelberger es la respuesta a la pregunta del gañán: ¿quién va a sacar las castañas del fuego?, algo que los piadosos predicadores estadounidenses formularían de manera diferente: ¿a quién corresponde la misión (divina) de salvar al mundo?
En efecto, a un reverendo no se le ocurriría pensar que el mundo debe salvarse a sí mismo; necesita un Salvador (con mayúsculas). Dios ha venido al mundo para salvar a los hombres de sí mismos.
En 1948 Europa fue salvada gracias al Plan Marshall, o sea, a Estados Unidos, que es la misión que desde entonces se atribuyó al Pentágono, al Fondo Monetario Internacional, a la Usaid, a la CNN y demás instituciones benefactoras de la humanidad.
Ahora la pregunta que -por culpa de Trump- todo el mundo se plantea en Washington es: ¿por qué siempre nos toca a nosotros preocuparnos por salvar al mundo? ¿por qué no son capaces ellos de salvarse a sí mismos?
Como en los demás países, en Estados Unidos están cada vez más preocupados por la Gran Depresión de 1929, de la que pronto se van a cumplir cien años. Kindleberger escribió que el remedio para salir de la crisis fue peor que la enfermedad. La política económica creó una espiral de la que sería muy difícil salir y, en efecto, con el tiempo la historiografía ha vinculado el III Reich, el militarismo nipón e incluso la Segunda Guerra Mundial a la crisis económica de 1929.
Kindleberger estaba allí en aquel momento. Trabajó en la división internacional del Tesoro de Estados Unidos. En 1936 se incorporó al Banco de la Reserva Federal de Nueva York y luego al Banco de Pagos Internacionales en Suiza. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) y, al acabar la contienda, le nombraron director de la División de Asuntos Económicos de Alemania y Austria del Departamento de Estado.
Era un economista que ejercía de espía y viajaba por la Europa de la posguerra de la mano del general Omar N. Bradley, de donde pasó a ser el brazo derecho del general Marshall porque en aquellos tiempos los académicos tenían mucho más claro que los fusiles eran tan importantes -por lo menos- como los tipos de interés.
Según Kindleberger, el dólar y la hegemonía son hermanos siameses. Para mantener un sistema monetario internacional estable fuera del patrón oro se necesita un único poder dominante. Hoy diríamos que era un enemigo acérrimo de eso que llaman “multilateralismo”.
La hegemonía era necesaria, pero para alguien pragmático como Kindleberger ese no es el problema principal: al acabar la guerra en 1945, ¿sería Estados Unidos capaz de suplantar la hegemonía británica? La respuesta es negativa: llegaría un momento en el que Estados Unidos tendría más problemas de los que podría resolver.
¿Ha llegado ese momento? ¿Se han hartado los gringos de sacar las castañas del fuego a los demás?
Más exquisiteces: en 2017, durante el primer mandato de Trump, a un antiguo subsecretario de Defensa de los tiempos de Carter, Graham Allison, se le ocurrió formular lo que calificó como la “trampa de Tucídides”, según la cual una potencia dominante (Esparta, Estados Unidos) desafiada por una potencia emergente (Atenas, China) está obligada a entrar en guerra con ella necesariamente.
Aquel mismo año, Joseph S. Nye, profesor de la Universidad Harvard conocido por su teoría del “poder blando”, refundió ambas trampas: con el tiempo Estados Unidos tendría que preocuparse por la trampa de Kindleberger, en la que China aparecería más débil y no más fuerte de lo que realmente es.
Los gañanes explican esto mucho mejor que los universitarios: lo mismo que el poder político, la hegemonía es relativa. Aunque Estados Unidos no se debilite, China se fortalece, lo cual conduce a desequilibrar la balanza internacional de fuerzas exactamente igual.
En eso consiste la trampa: el poder dominante ya no es capaz de estabilizar los mercados mundiales y a las fuerzas emergentes les basta con “esperar y ver” que Estados Unidos no es capaz de salir del atolladero. Entonces aceleran los esfuerzos para reducir la dependencia del dólar, lo que exacerba la crisis financiera y debilita la economía mundial.
En el mundo se está produciendo un vacío: Estados Unidos no puede y China no quiere. O quizá sea mejor decirlo de otra manera: China no quiere hacer lo mismo que Estados Unidos venía haciendo hasta ahora. Por eso es una estupidez poner a ambos países (Estados Unidos y China) en la misma balanza, creer que uno quiere sustituir al otro o hablar de un “pulso” entre ambos. No hay ningún “pulso” porque China no lo quiere y si hay guerra será porque la provoca Estados Unidos.
Es algo que ya entendió Kindleberger: Estados Unidos no podría sustituir al imperialismo británico y ahora China tampoco puede sustituir a Estados Unidos. Si tras la crisis de 1929 la política económica creó una espiral de la que no había manera de salir, la actual guerra económica provocará una espiral aún mayor… de la que tampoco van a poder salir. Ni siquiera besándole el culo a Trump.
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