A finales del mes pasado se cumplió al 30 aniversario de la contrarrevolución en Lituania, que tuvo una gran repercusión en el derrumbe de la URSS. Fue el primer país en declarar su independencia del gobierno de Moscú. La prensa imperialista lo calificó como “la segunda muerte de Stalin”.
En enero de 1991, las fuerzas armadas de la URSS y el Comité de Seguridad del Estado trataron de reprimir la contrarrevolución, que había tomado el poder en Lituania y estaba llevando a cabo un ataque a gran escala contra los trabajadores y los derechos de la población.
Había comenzado la era de Yeltsin después de otro Golpe de Estado en Moscú y la quinta columna que operaba dentro de la URSS protagonizó una serie de provocaciones tanto contra los contrarrevolucionarios lituanos, como contra los partidarios de la URSS.
El programa de Golpe de Estado siguió un guión que luego se hizo fue conocido. Lanzaron una poderosa campaña de intoxicación contra el PCUS, contra el poder soviético, contra el ejército y los órganos de seguridad del Estado soviético, pero también utilizó una maquinación que se repetiría más tarde en Moscú, en octubre de 1993, y en Kiev, a principios de 2014.
La OTAN, Estados Unidos y los países de la Unión Europea reclutaron a hordas de matones y provocadores, que se unieron a la contrarrevolución local, dispararon contra la población para acusar posteriormente al poder soviético.
Los “independentistas” lituanos, de ideología neonazi y sicarios del imperialismo, tomaron temporalmente el control. Sus políticas llevaron al país al colapso de las fuerzas productivas, al empobrecimiento y a la estratificación social. En toda Lituania (y en todas las repúblicas bálticas), después de 1991, comenzó una caza de brujas en la que fiscales, jueces, policías vendidos a los títeres locales enviaron a las mazmorras a quienes les hiceron frente, especialmente a los comunistas y a los trabajadores.
Ahora Lituania es poco más que una base militar de la OTAN en el cerco a Rusia. La integración en la Unión Europea no ha menguado ni un ápice el carácter nazi de sus dirigentes políticos.
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