El intento del gobierno holandés de reducir la cabaña ganadera ha provocado una revuelta agraria que, a su vez, ha desencadenado un vasto y heterogéneo movimiento de protesta, impulsado por las políticas económicas de explotación a ultranza y recortes de derechos sociales.
Las movilizaciones se oponen a las políticas verdes. El detonante ha sido una sentencia dictada en 2019 por el Tribunal Supremo, según la cual el gobierno había incumplido sus obligaciones europeas de proteger 163 zonas naturales de las emisiones de nitrógeno procedentes de las actividades ganaderas. La sentencia llevó al gobierno a imponer un límite de velocidad de 100 kilómetros por hora en las autopistas y a frenar la expansión de la construcción y el mercado inmobiliario.
En el último siglo el número de trabajadores holandeses en el sector agrario ha disminuido drásticamente, pasando del 40 por cien durante la guerra mundial a sólo el 2 por cien en la actualidad. Sin embargo, durante el mismo periodo, los Países Bajos se han convertido en el segundo exportador mundial de productos alimenticios, después de Estados Unidos. Su industria cárnica y láctea desempeña un papel central en las cadenas de suministro mundiales.
Una de las delirantes organizaciones seudoecologistas holandesas, el partido animalista, propuso reducir a la mitad la cabaña ganadera, expropiando entre 500 y 600 explotaciones que emiten nitrógeno, un elemento químico que empieza a ser tan demonizado como el CO2. La propuesta de un grupo marginal pasó a convertirse en la política de Estado de los partidos institucionales.
Las imposiciones verdes desencadenaron una ola de protestas de los agricultores, que bloquearon carreteras con sus tractores, ocuparon plazas y centros públicos y practicaron escraches a los cargos públicos. Al movimiento se sumaron los obreros, los trabajadores precarios, los jubilados y los estudiantes.
El resultado fue el movimiento BBB, un bloque heterogéneo formado como consecuencia de una profunda crisis económica y un hartazo de los partidos políticos institucionales, como el VVD que encabeza Mark Rutte, que está en el gobierno desde 2010.
Al igual que otros países capitalistas, desde los años ochenta el gobierno ha intensificado la explotación, ha precarizado la fuerza de trabajo, ha privatizado los servicios públicos, ha mercantilizado las instalaciones sanitarias y la educación superior, y la alarmante escasez de viviendas sociales convive con el auge de los bancos y los fondos buitre.
La crisis financiera de 2008 provocó uno de los rescates bancarios más costosos, seguido de seis años de austeridad que condujeron a un empobrecimiento generalizado. Entre 2020 y 2022 muchos trabajadores han perdido su empleo y han visto caer sus salarios.
La pandemia no pudo acabar con las protestas que, tras los confinamientos, volvió a crecer rápidamente. Desde la primavera del año pasado, los agricultores han colgado miles de banderas nacionales invertidas a lo largo de las carreteras y autopistas, como símbolo de descontento.
La inflación ha sumido a muchos trabajadores holandeses en la pobreza. En mayo casi una quinta parte del electorado, alrededor de 1,4 millones de personas, acudió a votar por el BBB, que ha obtenido sus votos en las zonas periféricas, no urbanas, que se han visto duramente afectadas por la crisis económica.
Los pedantes dirían que el BBB es un partido populista, o quizá calificativos peores. En su día también menospreciaron a los chalecos amarillos. Es consecuencia de la miopía de quienes no aceptan que están surgiendo nuevos movimientos sociales y políticos sobre las cenizas de los viejos dinosaurios, aferrados a concepciones caducas.