De un tiempo a esta parte la prensa venal y cavernaria hace escrutinios aritméticos, calculando a cuántos años de cárcel sale al criminal dizque al «terrorista» cargarse a según cuántas víctimas. Lo hicieron hace cuatro años con el noruego Behring -que se cargó un montón de personas- diciendo que la máxima pena que le puede caer es de 21 años y que, divididos por los muertos que ha causado, le sale a este vikingo por sólo ¡82 días por finado! Y saldría del trullo con «sólo» 53 añitos (entonces tenía 32 años). Estas aritméticas penales me recuerdan al cáustico Swift (el genial autor de «Los viajes de Gulliver») cuando decía aquello de que, si voy a ir a la horca lo mismo por un hurto famélico (mangar una manzana porque estás muerto de hambre, en «estado de necesidad», que se dice en el argot) que por asesinar a alguien, pues no dudo en matar al sujeto y así no hay testigos que me delaten. En otras palabras, con tal de defender la sacrosanta propiedad privada, siendo indiferente que hubiera hurto o robo con intimidación, al margen de circunstancias agravantes o atenuantes o eximentes, el legislador casi incitaba o inducía -indirectamente- al crimen pues, hicieras lo que hicieras, el resultado era el patíbulo y, claro, de perdidos al río, o sea, me cargo todo lo que se menea.
El fascismo rampante al que, en realidad, le importa menos la vida de la víctima que su utilización política, o como escarmiento, «descubrió que, hace unos años de esto, a Iñaki de Juana Chaos o a Troitiño, presos de ETA, les salía la condena casi gratis. Dividieron el número de años cumplidos (una burrada de tiempo ya de por sí) entre el supuesto número de víctimas y les pareció poco y de ahí la «doctrina Parot» -hoy anulada por un Tribunal no español- como némesis fascista. Por supuesto no estoy comparando al noruego con estos voluntarios independentistas vascos.
El Derecho Penal no divide las condenas. Al contrario, no sólo se suman aritméticamente (que no dividen) los delitos sino también las penas, sean en el mismo o en diferentes sumarios. Las penas se acumulan (se refunden), pero se fija un máximo de cumplimiento, que antes era de 30 años (con Franco) y ahora (en «democracia», ¡tócate los perendengues!) de 40, cualquiera que fuese la pena impuesta, sean 200 ó 2. 000 años.
Se supone que la finalidad de la pena es la reinserción y, por tanto, que no cabe la perpetua (todavía no se hablaba de la «prisión permanente revisable», el último engendro de Gallardón) porque si hay perpetua no hay reinserción que valga, ya me contarás. Algún día debería salir el penado. La pena no se divide, como les gustaría a estos vampiros sedientos de sangre, sino que se refunde, ya se dijo. No les importaría morirse (de asco) si se les garantizara que el penado viviera los 2. 000 años de condena y los cumpliera íntegramente, o sea, firmarían que el condenado viviera eternamente con tal, eso sí, de que se pasara la vida entre rejas. Ni Satanás sería tan cabrón.
Ahora sería una especie de palo (el oficial al mando) y zanahoria (el manipulo que se pone delante del asno para que ande detrás de una inalcanzable zanahoria). Y es que por asnos nos tienen susceptibles de ser manipulados.