No existirá nunca ningún tipo de «ingeniería genética» por un motivo que el materialismo vulgar, tan presente en la genética, no acaba de asimilar: los cambios en los seres vivos no son de tipo mecánico, es decir, no se rigen por las leyes de la mecánica, ni tampoco de la física, sino fundamentalmente por leyes biológicas que son características y propias de ellos. El genoma no se compone de genes intercambiables que se quitan y se ponen como las ruedas de un coche.
Dicho de otra manera: las formas superiores de movimiento de la materia, en este caso, de los seres vivos, no se pueden reducir a las inferiores, como son las mecánicas, aunque estén presentes. Todas las taras de la genética del siglo pasado se pueden resumir en ese empeño reduccionista absurdo.
Lo mismo cabe decir de la inteligencia, que acusa ese mismo reduccionismo. Hace muchos años que las (seudo)ciencias se esfuerzan por reducir una facultad humana, como es la inteligencia, a alguno de sus componentes más simples. Es típico del pensamiento anglosajón positivista que alude a la inteligencia como «mind», lo que se ha colado al castellano con la horrorosa traducción de «mente». Por eso miden la inteligencia por el tamaño del cerebro al más puro estilo del materialismo vulgar de mediados del siglo XIX, tan criticado por Marx y Engels, que sostenía que el cerebro segregaba pensamientos lo mismo que el riñón segrega orina.
El concepto positivista de «mente» conduce la inteligencia al terreno subjetivo: una persona es inteligente lo mismo que es zurda o tiene el pelo rubio. Entonces la inteligencia (o la falta de ella) forma parte de la identidad de cada ser humano. Es un factor de invidualización y diferenciación que, como cualquier otro, también es consecuencia de los genes, al estilo del nefasto artículo de Rusia Today. Uno o varios genes determinados producen humanos inteligentes y otros los producen imbéciles. Su cambiamos unos por otros, como cambiamos de zapatos, entonces obtendremos personas más (o menos) inteligentes.
En este tipo de seudociencia concurre, finalmente, otro rasgo característico del positivismo anglosajón, según el cual sólo hay verdadera ciencia cuando se puede medir, por lo que para estudiar científicamente la inteligencia hay que medirla, es decir, hay que reducir sus aspectos cualitativos a su dimensión cuantitativa. Entonces aparece ese fraude de medición al que la estúpida sicología de las facultades universitarias llama «cociente de inteligencia».
Cada uno de los eslabones de ese tipo de argumentos es falsa. La inteligencia es una facultad humana compleja que no se reduce a sus rasgos síquicos individuales, ni tampoco a su aspecto cuantitativo. Por ejemplo, muchas exposiciones de la teoría de la evolución toman el volumen del cerebro como un índice del desarrollo de los precursores del ser humano. A mayor volumen craneal, más inteligencia y, por lo tanto, más humano o más cercano al hombre.
Es más, durante décadas la ciencia ha soportado a numerosos imbélices titulados (catedráticos, profesores, maestros) que durante décadas trataron de demostrar que la mujer era un ser inferior al hombre porque el tamaño de su cerebro era menor. Por lo tanto, las mujeres son menos inteligentes que los hombres. Casi no tienen cabeza. Ni luces.
Estas concepciones ideológicas proceden de la burguesía del siglo XVIII, que reduce el ser humano a su inteligencia (animal racional, «Homo sapiens»). Lo propio del humano es la inteligencia. De ahí que la revolución burguesa estuviera presidida por la Ilustración, por el conocimiento, que es un ejercicio de eso que llaman «la razón» y que sobrevalora «las luces», algo que el artículo deja bastante claro: el superhombre tiene que ser alguien superinteligente. Lo que hace avanzar a la humanidad es la inteligencia, la ciencia o los conocimientos. Ya sólo nos falta que nos digan qué es lo que hace avanzar al conocimiento científico. ¿O acaso avanza sólo, por su propio impulso?
El ser humano no es sólo inteligencia, por importante que ésta sea, y la inteligencia no es sólo una facultad síquica, individual, sino social, y por eso está relacionada con el lenguaje, como dijeron Marx y Engels. La inteligencia deriva la capacidad humana de relacionarse mutuamente a través del lenguaje, la comunicación y el intercambio de los seres humanos unos con otros. La inteligencia es social porque es dialéctica y se expresa como tal, dialécticamente, en actos colectivos tales como reuniones, debates, coloquios y polémicas de unos seres humanos con otros.
Si entendemos que la inteligencia es la capacidad para acumular y coordinar conocimientos, de ella podemos decir lo que Leibniz decía de la lógica: que es el arte de debatir. En palabras de Marx y Engels: es el dinero del espíritu. Lo mismo que el dinero sirve para el intercambio de mercancías, la inteligencia sirve para el intercambio de información, de conocimientos.
Del afán reaccionario que obsesiona a determinados científicos desde el siglo XIX por crear superhombres, no quiero ni hablar… de momento. Pero no puedo resistir la tentación de decir que en realidad no tratan de crear superhombres sino superbobos. Para lograrlo no hace falta cambiar de genes; basta pasar el rato mirando la televisión. ¿No queda claro que lo que pretenden es crear superidiotas?