Ya se había establecido, desde los albores del siglo XX, el llamado modelo empresarial antioqueño, que, dentro de una complejidad de aspectos, estaba aliado con la Iglesia. Se ejercía desde las élites una estricta vigilancia y control de los trabajadores con diversos mecanismos que iban desde catequesis, patronatos, misas campales… y la conservación de la virtud (consistente en obedecer). Había dietas y censuras. El catolicismo —con el beneplácito de los nuevos industriales de Medellín— estableció qué podía leer o ver o pensar un trabajador, en tiempos en que ya el cine era una opción en la que, pese a todo, unos y otros se igualarían en el espectáculo.
Las nuevas factorías de textiles (la primera en establecerse en el Valle de Aburrá fue la Fábrica de Tejidos de Bello, llamada en sus comienzos Compañía Antioqueña de Tejidos) se alimentaron con mano de obra femenina en su mayoría. Había ciertos condicionamientos, como que las trabajadoras no podían ser casadas y mucho menos madres solteras. Los patronatos, entre otros fines de domesticación, se encargaban del cuidado de la virginidad.
A comienzos del XX, cuando el modelo ya tenía raigambre, sucederá un acontecimiento extraordinario que pondrá en evidencia no solo una serie de atropellos patronales, sino la enorme capacidad de lucha de las señoritas obreras. En la Fábrica de Tejidos de Bello (fundada en 1902 y cuyas labores comenzaron dos años después), 400 muchachas se declararon en huelga, un término que se estrenaba en el país. En 1919, debido a otros alzamientos de trabajadores en Colombia, bajo el gobierno de Marco Fidel Suárez se estableció el derecho de huelga (Ley 78 de 1919). Valga anotar que, en ese año, se presentó en la Plaza de Bolívar la masacre de sastres.
Cuatrocientas trabajadoras (la fábrica también tenía unos 100 obreros) se alzaron contra la tiranía del empresario Emilio Restrepo Callejas, alias Paila, del que ya, años antes, se había quejado Carlos E. Restrepo, por su soberbia y autoritarismo. Y no solo contra el gerente-administrador, sino contra varios capataces, que las chantajeaban y acosaban. En el memorial que presentaron, las muchachas (algunas entraban desde muy niñas, a veces para poder ganar plata para el vestido de la primera comunión) exigían, además, que les permitieran trabajar calzadas.
Entonces se laboraba de sol a sol, en una larga jornada en la que, según el régimen interno, se cobraban multas a las trabajadoras por diversos motivos, entre ellos el llegar tarde. Había discriminación salarial. Las señoritas ganaban menos que los obreros. En su memorial (entonces no se hablaba de pliego de peticiones) incluyeron rebaja de la jornada y aumento del pago. En la huelga y sus previos sobresalió, como una suerte de Juana de Arco (así la calificaron varios cronistas de época), la bellanita Betsabé Espinal, de 24 años.
El 12 de febrero de 1920 estalló la primera huelga en Colombia. Y la hicieron 400 señoritas, dirigidas por una “negrita avispada”, que “no se tragaba nada”, como dirían los periodistas que, a montones, cubrieron el acontecimiento singular. El Luchador, El Espectador, El Correo Liberal y otros periódicos dieron cuenta de la altiva batalla de las trabajadoras encabezadas por la valerosa Betsabé y de las que, además, se recuerda a Trina Tamayo, Adelina González, Teresa Piedrahíta, Matilde Montoya, Rosalina Araque, Carmen Agudelo y Rosalina Araque…
“Betsabé era en esos momentos supremos la justicia hecha mujer que surgía del antro pavoroso de todas las injusticias”, decía el reportero Tintorero, del periódico El Luchador. Las “doncellas en rebelión” se erigieron en paradigma de la lucha por las reivindicaciones de los trabajadores (hombres y mujeres). No se trató de una liza de género, sino de una combativa manifestación que rompió los controles del modelo empresarial y lo desnudó en su condición de explotador. En el Valle de Aburrá, el porcentaje de mano de obra femenina de las fábricas era, en 1920, del 80 por ciento.
La huelga duró 21 días y recibió la solidaridad de la prensa, los trabajadores, parte de la Iglesia y el pueblo en general. Las huestes femeninas ganaron la batalla, que se tornó en hito histórico. Betsabé y sus muchachas lograron que la jornada laboral se redujera a diez horas, que tuvieran tiempo para almorzar y tomar el algo, alza de salarios del 40 por ciento y poder trabajar calzadas; echaron a pique el represivo sistema de multas y, sobre todo, obtuvieron los despidos de los acosadores Jesús Monsalve, Teodulo Velásquez y Manuel J. Velásquez, que, por sus maniobras, habían “arrojado a los abismos pavorosos de la prostitución a varias de las obreras”.
Después de la huelga Betsabé Espinal entró en una suerte de limbo. Poco o nada se supo de sus actividades tras liderar un movimiento excepcional. Murió en 1932, en Medellín, en las afueras de su casa cercana al cementerio de San Lorenzo, electrocutada por “alambres de luz”. Ya había ganado la luz de la historia.
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