Antes de hundirse los elogios menudeaban. La prensa especializada la consideraba como un ejemplo de gestión moderna. En sólo un año llegó a crecer un 90 por ciento. La revista Fortune la eligió durante seis años seguidos como la empresa más innovadora. Fue fundada en 1985 y pasó de ser una distribuidora regional de gas a convertirse en la séptima empresa más grande de Estados Unidos por capitalización bursátil.
Eran los años de Reagan, cuando el monopolio creció como consecuencia de la desregulación del sector energético en California y el precio de cada kilowatio se disparó. En su desplome Enron se llevó consigo todo aquello, especialmente a la empresa de auditoría Arthur Andersen, verdaderos cómplices de lo que a partir de entonces empezó a llamarse “ingeniería contable”. Es una pena que para tapar el agujero destruyeran un millón de documentos que hubieran debido ser materia de estudio en las Facultades de Economía (y de Criminología) de todo el mundo.
20.000 trabajadores fueron despedidos y varios cientos de millones de dólares de sus fondos de pensiones se esfumaron, por lo que les espera una vejez muy triste. La consigna de Enron era “Pregunta el por qué”, algo que al cabo de los años parece un sarcasmo. Es una pregunta que casi nadie se hace nunca. Parece normal que los peores dramas ocurran.
Tras la crisis, la contabilidad no ha vuelto a ser lo que era y las auditorías tampoco. Pero el crecimiento de Enron no fue consecuencia de una falsificación contable por una sencilla razón: los capitalistas no saben sumar (ni restar). Todas las cuentas, tanto las públicas como las privadas, están amañadas. El monopolio se rodeó de una red de sociedades fantasmales cuyo agujero suma 60.000 millones de dólares.
Kim García contó unas anécdota ilustrativa del alcance al que llega el parasitismo capitalista. Un día el capo de Enron, Kenneth Lay, invitó a 150 analistas de Wall Street a visitar la sexta planta que tenía la empresa en su sede de Houston, donde un enjambre de 75 intermediarios, rodeados de teléfonos y ordenadores, gritaban frenéticos las compras y ventas de acciones en una jerga incomprensible.
Los periodistas tomaron fotos de todo aquel trajín para hacer sus portadas y reportajes a todo color en papel cuché. Los intermediarios de Enron desempeñaban un trabajo agotador y estresante como pocos, escribieron los gacetilleros de las páginas sepia después de haber sido agasajados con unos canapés y unos buenos buenos tragos de vino blanco.
Era un decorado; aquellos frenéticos intermediarios eran actores y la sexta planta de Enron poco más que un plató para la prensa y los invitados. En cuanto acabó el ágape, relató García, el decorado que había sido contratado se desmanteló; los teléfonos y los ordenadores volvieron al depósito que había en el sótano.
La cotización en bolsa de las acciones depende de ese tipo de shows estrafalarios, tan típicos de Estados Unidos, el país de las relaciones públicas.
En un capitalismo parasitario dominado por la farsa y la bufonada, los capitalistas son las primeras víctimas de sus mentiras. Nosotros creemos que nos engañan, pero no es así. A base de repetirlas mil veces se creen sus propias mentiras, como se vio durante la crisis de “las punto com”, las empresas informáticas que, como Enron, se hundieron después de haber experimentado un crecimiento espectacular con el cambio de siglo.
En agosto de 2000 las acciones de Enron estaban en la cumbre, a 90 dólares la unidad, y poco después 26.000 millones de dólares se habían evaporado como por arte de magia, pero el Consejo de Administración quería llevar el show hasta el final y acordó repartir dividendos, una parte de los cuales fueron a parar a sus propios bolsillos: un millón de euros en acciones y opciones por un trabajo bien hecho.
En una de las sesiones de investigación, uno de aquellos administradores dijo que ellos gestionaban la empresa, que no eran detectives para husmear en los papeles y las cuentas. En el capitalismo que padecemos, pedir explicaciones y revisar las cuentas es de mala educación. “¿Es que no te fías de mí?” A los ingenuos les basta con un buen decorado y el mundo está lleno de ellos. Se ha acostumbrado al cartón piedra de los escenarios, el maquillaje y el atrezzo (económico, político y social). Nos cuesta diferenciar la realidad de la ficción; no preguntamos por qué ocurren las cosas.
Cuando después del pucherazo electoral Bush toma solemnemente posesión del cargo de Presidente de Estados Unidos en enero de 2001, los máximos dirigentes de Enron, también tejanos, están el aquel show con pleno derecho: cada uno de los jefes de Enron -y la propia Enron- pusieron 100.000 dólares para pagar la fiesta de su hombre en Washington. Entre 1989 y 2001 el monopolio tejano repartió casi 6 millones de dólares entre los partidos políticos y los candidatos. A Kenneth Lay, el capo de Enron, Bush le llama “Kenny Boy” seguramente por los 737.000 dólares que puso para las campañas electorales de 1993 a 2001.
Hoy hace exactamente 15 años el jefe de contabilidad de Enron en Arthur Andersen entró a las oficinas ordenando a gritos que había que quemar toda la documentación comprometedora, una operación nada fácil. Tardaron más dos semanas en hacerlo.