Los planes que la Comisión Europea ha aprobado con pretextos seudoecologistas son tanto una desindustrialización como de reindustrialización. Ambos proyectos suponen gigantescas inversiones, que se pretenden financiar con dinero público.
Las cantidades no tienen precedentes en la historia del capitalismo, del orden de 650.000 y 1 billón de euros al año. A esa cifra hay que añadir los gastos destinados al rearme, que se superponen a los anteriores.
Tales cantidades chocan con la política coyuntural del Banco Central Europeo porque son inflacionarias. Según sus estatutos, la tarea del Banco Central no puede ser más simple: mantener la estabilidad de precios en una tasa de inflación del 2 por cien a medio plazo. Actualmente está en el 2,6 por cien, que sube al 2,9 si nos referimos a la inflación subyacente.
La transición ecológica es inflacionaria. El impuesto al carbono aumentará los precios de las mercancías basados en el carbono para los consumidores, y lo mismo la financiación de capacidades masivas de producción de energía renovable y las inversiones en equipos, máquinas y otros edificios con menos emisiones.
En fin, la descarbonización es sólo para los que puedan pagar unos precios mucho más elevados.
Si el Banco Central no mantiene bajas las tasas de interés, los tipos de interés aumentarán y con ellos el coste de las inversiones necesarias para la descarbonización, tanto si son públicas, como privadas.
Naturalmente, es posible otra solución: una financiación pública mediante aumentos de impuestos y las inversiones privadas a través de un reducción de la remuneración de los accionistas para destinar dinero a la Agenda 2030.
Es una alternativa que tampoco puede permitirse la clase trabajadora, ni amplios sectores sociales, cuyos ingresos ya están ampliamente esquilmados. El aumento de los impuestos acabaría por enfrentar a la inmensa mayoría de los europeos con las políticas verdes, algo que hasta ahora se mantiene acotado, con excepciones como los chalecos amarillos o las recientes movilizaciones agrarias.
En Bruselas buscan alternativas. Una de ellas es reformar los estatutos del Banco Central, para aumentar el objetivo de inflación al 3 ó 4 por cien. A los países del sur de Europa no les importaría, pero los del norte nunca admtirán algo parecido.
En una Europa en crisis, el descrédito podría trasladarse de la Agenda 2030 al propio Banco Central y, de rebote, al euro.