Habitamos el país del miedo y los desconciertos, de las inequidades sociales y las masacres, de la corrupción y otras desdichas. El gobierno de Iván Duque, al que poco le falta para extinguirse, puede ser el peor de los últimos tiempos. Ha estigmatizado y criminalizado con saña la protesta social, y, como si fuera poco, permitido en la violenta represión a las expresiones masivas de malestar la presencia asesina de civiles que disparan así no más a la minga indígena y a otros manifestantes.
El 9 y 10 de septiembre de 2020 fue tiempo de masacre policial. Tras el asesinato de Javier Ordóñez, que se erigió en un símbolo de los caídos por la desaforada brutalidad oficial, la protesta en contra de los abusos de la fuerza pública la reprimieron a balazos. Una reciente relatoría independiente organizada por la ONU, investigación solicitada por la Alcaldía de Bogotá, señaló que en aquellas fechas la policía asesinó a 11 jóvenes.
Tras el crimen de Ordóñez, erigido como el George Floyd criollo, el descontento subió de temperatura. La indignación se hizo sentir y entonces la respuesta a los reclamos fue la bala oficial y también la de algunos civiles. El uso desmedido de la fuerza (así lo calificó la comisión) para conjurar el descontento popular derivó en el asesinato de jóvenes en Bogotá y Soacha. Los agentes se “encarnizaron” contra muchachos de sectores populares.
Hubo, según el informe, una “criminalización de la pobreza de parte de la fuerza pública” y una demostración de diferentes formas de violencia. Ante el estallido social, la respuesta fueron los disparos y no hubo autoridad política, ni ninguna potestad de gobierno para impedir el desafuero de la policía. Ardía Bogotá y las redes sociales, en un clamor desesperado, advertían: “Nos están matando, policías disparando”.
Esos días de incendios de CAI, de abusos de autoridad, de rabia colectiva, tuvieron momentos de largas tristezas y dolores, sobre todo para los familiares de los baleados, de los detenidos arbitrariamente, de los heridos. La relatoría, según lo publicado por El Espectador la semana pasada, da cuenta de diversos momentos de alta tensión, como el testimonio de un muchacho, herido en un brazo y una pierna, que presenció la agonía de un amigo de barrio, Jáider Fonseca, acribillado en inmediaciones del parque de Verbenal.
Esta investigación, cuestionada por el mindefensa Molano, que ha dicho que no se trató de una “masacre policial”, y por la vicepresidenta y canciller, Marta Lucía Ramírez, da cuenta de lo sucedido con las víctimas, como el caso de un joven venezolano, Anthony Estrada Espinosa, que “soñaba con su propio servicio como reparador de tecnología y encontró la muerte en Soacha por la bala que disparó un patrullero”.
La relatoría documentó los asesinatos, las heridas de por lo menos 75 personas por arma de fuego, 43 heridos por armas cortopunzantes, 187 por otro tipo de armas y 216 policías heridos. Y se podría inferir que no se trató de un “lunar” o de la intervención de “manzanas podridas”, sino de una acción policial de desprecio por la vida y, como en ciertos casos, crueldad sin límites, como sucedió con el domiciliario de 26 años Cristian Camilo Hernández, muerto el 9 de septiembre y cuya familia se enteró por las noticias de TV.
“Su hermana Lina alcanzó a abrazarlo mientras agonizaba. Duró media hora abrazada a su cuerpo. ‘Deje de chillarle a ese vándalo, usted debe ser igual, unos ñeros’, decían los policías. Otro pasó y lo escupió. Cristian recibió un disparo en la frente y duró dos horas tirado en la calle”, narra El Espectador citando la relatoría.
Los familiares de las víctimas no solo esperan la reparación y que la institución policial pida perdón por los crímenes, sino que haya justicia. Y, ante todo, como lo expresó el padre de uno de los muchachos asesinados (Freddy Mahecha Vásquez), la policía debe reconocer que “las víctimas del 9 de septiembre no eran vándalos, sino jóvenes trabajadores llenos de sueños”.
La relatoría, que ha puesto en evidencia la crueldad y bestialidad de la policía en aquellas jornadas, le pide a la institución que realice un acto de reconocimiento de responsabilidades y pida perdón por los abusos cometidos. “Un gesto que aumentaría su legitimidad si es acompañado por el presidente de la República”, dice.
Esas fechas funestas, en las que las fuerzas oficiales asesinaron manifestantes, son un testimonio más de nuestra historia sangrienta. Un país de masacres en distintos tiempos y circunstancias, como la de las bananeras en 1928 o la de Santa Bárbara en 1963, cuando el ejército asesinó a 13 trabajadores de Cementos El Cairo, que estaban en huelga.
La investigación determinó que la masacre se produjo por “la ausencia de una orden política y operativa de no utilizar las armas de fuego contra los manifestantes”. Nada raro en un país donde sectores retardatarios proclaman: “Plomo es lo que hay y plomo es lo que viene”.
Reinaldo Spitaletta https://www.msn.com/es-co/noticias/nacional/masacre-policial/ar-AAS0AsC
TODOS MANCHADOS DE SANGRE
(Sangre democrática, desde luego)
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(Extraído de las Noticias)