Nicolás Bianchi
En la rebotica de una farmacia, como en los tiempos decimonónicos de las sociedades secretas, preludio de los partidos políticos, se discutía de un concepto: el derecho de autodeterminación. Sin faltar el ron y el ajenjo, después de una comida ligera pero variada, Aulo Agelio se arrancó con estas palabras: «Imaginemos que planteada la cuestión de la autodeterminación, el pueblo vasco decide, por abrumadora mayoría, mantener su integración dentro de España o, como gustan ellos decir y hasta Franco solía emplear esta expresión, Estado español».
E imaginemos, igualmente, que, en cambio, el pueblo español -o «estadoespañolense»-, por las razones que fueren, se decanta mayoritariamente por conceder la independencia al pueblo vasco. Llegaríamos así a la esperpéntica situación de una Euskadi independiente ¡aún a pesar de los propios vascos! Más que ante un supuesto de secesión estaríamos ante una verdadera expulsión, porque se trataría de que el pueblo español decide expulsar de su ámbito estatal a una comunidad -la vasca en este supuesto imaginario pero lo mismo la catalana que está de actualidad- en contra del deseo mayoritario, o por mayoría simple, de sus miembros. Lo que parece -añadió tomándose un respiro para darse un lingotazo de absenta-, señores, insólito y roza lo siniestro –unheimlich, dijo exactamente recordando sus tiempos de profesor de alemán en Barcelona- cuando, por ejemplo, Treitschke (historiador nacionalista alemán del siglo XIX) exponía su argumento «étnico» para deducir que Alsacia era alemana aún enfrentándose para ello a la clara voluntad (en contra) de los alsacianos.
Interviene Ticio Egidio para mostrar otro ejemplo que da idea de la perversión supra o infrajurídica. Habla el comensal de la interpretación «tercermundista» -así se expresó; las comillas son mías-, es decir, la restricción al «Tercer Mundo» de la aplicación del derecho de autodeterminación y la más absoluta negativa de entenderlo como un derecho susceptible de aplicación en los estados industrializados haciendo buena la Salt Water Theory o teoría del agua salada (pensando, obviamente, en las colonias). La ONU admite que «todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación», pero, ladinamente, haciéndose una trampa al solitario, se discute la semántica del vocablo «pueblo», que tiene su fundamento, pero en otro contexto, y no en este que sirve para entenderse, que para eso Dios creó el lenguaje no sé qué día de la semana. Y aquí detecta Ticio Egidio este silogismo típico de un senador romano: todo pueblo tiene derecho a la libre autodeterminación y sólo las colonias tienen ese derecho, luego sólo las colonias son pueblos. Ridículo, caballeros, pásame el ron, Agricio Bruto, hazme el favor, majo.
Así se llamaba este último que expuso esta gema en ciencia política, a saber: admite nuestro ponente que tanto el País Vasco como Catalunya y Galicia son naciones pero… sólo culturales, como diría el austromarxista Bruno Bauer. Esto -continúa- les da derecho -o les daría, se le nota renuente- al desarrollo del «hecho diferencial», pero, y he aquí el contrasentido, eso no significa que tengan derecho a la independencia. Y no dice más por lo que colegimos que antes nevará en el hades.
¡Y luego dicen de mí que escribo hermético!, se quejó Remigio Arrandi, en «glíglico» o en lunfardo. Y todo por no preguntar al personal de una puta vez qué coño quiere, ¡¡cagondiós!!
Se le entendió todo.