La presencia de los turcos en Europa significa un hecho totalmente nuevo en la historia de los pueblos cristianos, o cristianizados. Los turcos otomanos hacen algo más que los turcos selyúcidas, pues si aquellos se islamizaron, éstos, en cierto modo, se europeízan, ya que, sin perder su credo, ideología y modo de vida, organizan ejércitos al modo occidental, utilizan los adelantos militares de Europa y empiezan a practicar el sistema de soberanía, vasallajes, pactos, tratados y treguas, propios del mundo occidental ergo: civilizado (ponga el lector las comillas si lo desea). La Cristiandad, o sea, los «buenos», va a tener un terrible enemigo en Suleimán II, de alias Solimán el Magnífico (por la pompa y el lujo de su corte, de ahí viene lo del «lujo asiático»). Este Sultán será la pesadilla europea de 1520 a 1560.Los avances son extraordinarios en Europa y en Asia. Belgrado (Beograd, en la Serbia austríaca) se había rendido derrotando Solimán a los húngaros cayendo Buda (la parte de Budapest que separa el Danubio, hoy apenas poblada) en poder turco que se planta frente a la mismísima Viena, o sea, el ángor político de Europa, su corazón cultural (¿se imaginan un Mozart derviche? Salieri tal vez). Sólo se libró, ya se dijo, la isla de Malta defendida por Juan de La Valette (su actual capital).
Eso de llegar a las puertas de Viena era pasarse tres pueblos, inquietante. El Emperador Carlos V (y I de España, como nos enseñaban en los colegios franquistas), ocupado en sitiar y saquear la Roma vaticana (1527), enfadarse con Francisco I de Francia, perseguir luteranos y otras distracciones, cogió el toro turco por los cuernos y envió al Marqués del Vasto (con uve) a parar los pies a Solimán y sus vaivodas (una suerte de príncipes feudales) y sus jenízaros (una especie de guardia pretoriana). No tuvo mucho éxito, sobre todo por mar. Fue su hijo, Felipe II (que, a diferencia de su padre, sabía protoespañol), quien en «Santa Liga», uniera los estados católicos (Venecia, Génova, el papa y España) para al mando de Juan de Austria, su hermano (bastardo, que entonces no tenía la carga peyorativa que tiene hoy), vencer a los turcos en la célebre batalla de Lepanto (por el mar Jónico griego, o el Egeo, que siempre me confundo y me he bañado en esas aguas llenas de medusas en verano, conste) y que costara el brazo izquierdo de un erasmista -la doctrina no es pacífica al respecto-, Cervantes, posiblemente uno de los pocos soldados españoles en la famosa batalla (casi todos eran lansquenetes o mercenarios, muy típico de Carlos V).
Por fortuna, los turcos tuvieron la decencia y el gesto de dejarse derrotar por los «buenos» ahorrándonos engorrosos problemas con el velo de nuestras mujeres amén de los enfadosos ramadanes. No como estos «yijadistas», creados por «Occidente», que tienen de musulmanes lo que yo de cura.
Agur, como dicen los vascos.