Los ancianos no tienen nada excepto mascarillas |
El confinamiento de los mayores de 70 años, decretado por casi seis meses, suscita controversias en Colombia. Algunos lo desafían en una reivindicación de libertad y otros por necesidad, como el viejo Eleodoro y sus compañeros de desgracia que sobreviven en una morada en ruinas.
Los zapatos desgastados de Eleodoro Quijano ya no lo conducen al atrio de las iglesias en los barrios ricos del norte de Bogotá a donde iba a mendigar antes de la pandemia.
“Eran cuatro misas. Me traían un billetico de diez o de cinco (mil pesos, entre 1,3 y 2,7 dólares), moneditas (…) Como están cerrados los templos (…) no puedo ir más”, dice este octogenario, quien “hace mucho tiempo” perdió sus papeles de identificación y olvidó su fecha de nacimiento.
Desde mediados de marzo 2,6 millones de personas mayores de 70 años deben permanecer enclaustradas para escapar del coronavirus en Colombia. En Bosnia, Serbia o Turquía rigen iniciativas similares.
Por eso este anciano larguirucho no debería abandonar la granja donde nació, ahora en ruinas y enclavada entre viviendas sociales en la localidad de San Cristóbal, al pie de las montañas del deprimido sureste bogotano.
La capital tiene más del 30 por ciento, de los cerca de 33.000 casos confirmados del nuevo coronavirus, incluidas un millar de muertes, en todo el país. El encierro se decretó allí el 20 de marzo y cinco días después se generalizó a los 48 millones de habitantes del país.
El presidente Iván Duque provocó revuelo en su llamado a proteger a los “abuelitos”, los más vulnerables ante la enfermedad. Varias personalidades lo consideraron una “infantilización” de los adultos mayores. Algunos llamaron a la desobediencia.
Aunque el mandatario se disculpó por el lenguaje, defiende la medida para mantener un control relativo sobre el virus y amplió el aislamiento obligatorio para los ancianos hasta finales de agosto.
De mirada triste y cara cincelada por las intemperies de la vida, Eleodoro está más preocupado por alimentar a sus cinco perros que a su cuerpo flaco. Como él, al menos 1,6 millones de viejos viven en pobreza extrema en una de las naciones más inequitativas de América.
Sin documentos de identidad no puede recibir mercados ni el subsidio de unos 22 dólares mensuales prometidos por la alcaldía a 50.000 ancianos durante tres meses de pandemia. Las quejas sobre las ayudas son recurrentes.
Confía más en la caridad del vecindario y sus “compañeros de casa”, que a veces traen algo para cocinar a fuego de leña en una olla maltrecha.
José Ávila (72 años) y María Eugenia Rodríguez (71) comparten una de las habitaciones de la casa de muros corroídos de Eleodoro. El tercer cuarto lo ocupa el “joven” del grupo: Pedro Soler, de 68.
Con confinamiento o sin él, a diario venden a los recicladores metal, cartón o papel que encuentran en la basura.
“Si no me muevo, ¿de qué como?”, señala José, que se protege con una mascarilla de papel en mal estado. Plomero y albañil, nunca sale sin herramientas por si puede ganarse unos pesos haciendo alguna reparación.
“No traigo la cédula (…) Bien afeitado, ni parezco ni (de) 50”, afirma entre risas que exponen sus arrugas, convencido de poder engañar a la policía.
Violar el confinamiento se castiga con una multa de unos 260 dólares, una cifra similar al salario mínimo en la cuarta economía latinoamericana.
En Ciudad Bolívar, una localidad pobre del sur de Bogotá, “los abuelos no pueden salir (…) A unos señores se los llevaron a un ancianato”, deplora Yaneth Montáñez, de 58 años, quien cuida a su suegra de 76.
Postrada en una silla en el patio de su humilde casa, la madre de su esposo, Ana Elvira Pineda, llora porque se siente “muy inútil” y reza para que el encierro “acabe pronto”.
“La tristeza también mata”, dice Florence Thomas, una profesora de psicología y reconocida feminista que ha criticado el confinamiento en la prensa local.
Está “harta” del encierro solitario en su apartamento “sin balcón” en el acomodado norte de la capital y reivindica su “desobediencia” para dar una vuelta a la manzana cuando brilla el sol.
Pero esta franco-colombiana de 77 años es consciente de que es una “privilegiada”: “Mi nevera está llena, escribo, leo, escucho música, tengo amigas con quien hablar por teléfono, mis dos hijos”.
Thomas está “molesta” con las palabras del presidente. “Lo de los abuelitos me pareció espantoso”, sostiene, atribuyendo el confinamiento de los ancianos a “un sistema de salud deficiente”.
Le parece “arbitrario” que los mayores puedan salir durante media hora tres veces a la semana desde el lunes, como los menores de cinco años: “¡Nos sentimos como niños!”.
“Es una exageración monumental de decir a los viejos, a las viejas, ‘quédense en casa, no jodan’ (…) como si fuéramos unos parias”, protesta indignada por su “arresto domiciliario”.
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