¿De dónde obtuvieron los antropólogos y sociólogos de la CIA y la inteligencia británica la idea de combinar orientalismos, música rock y drogas? Pues, aunque parezca alucinante, de los rituales de iniciación de diferentes pueblos indígenas y de varias ceremonias de los adoradores de la diosa Isis en los imperios egipcio y romano. Puedo adivinar cierta sorna en el lector ante lo que parece invención y hasta desvarío, pero no se olvide que, por ejemplo, el cristianismo, su liturgia y atavíos, son una amalgama «expropiada», vale decir, de otras religiones y ritos precristianos, como, digamos, el mitraísmo persa (la tiara que lleva el Papa de Roma sin ir más lejos y se pone en la ventana de la Basílica de San Pedro para apacentar a su rebaño, como quien se pone sus mejores galas en un domingo, ¿no es cierto?).
En esos rituales se consumían sustancias alucinógenas como el peyote, el mescal para entrar en trance (no conocieron el kalimotxo ni el torombolo), como si estuvieran en los Misterios de Eleusis griegos, acompañados de una música de tambores repetitiva y monorrítmica con la finalidad de provocar un estado alterado de conciencia. En estas faenas y labores destacó el famoso escritor inglés Aldous Huxley, autor de la celebérrima distopía «Un mundo feliz». Huxley colaboró ya desde su juventud con la inteligencia británica y fue miembro fundador de la «Mesa Redonda de Rhodes» (un magnate inglés que fundó en África la Rhodesia, modesto él), una organización entonces comandada por el historiador Arnold Toynbee, que tuviera cierta notoriedad en su día aupado por su clase burguesa, a la que pertenecían los miembros más importantes de la oligarquía británica.
Huxley se pasó la guerra tranquilamente en Estados Unidos escribiendo guiones para la Metro, la Warner Bross y la Factoría Disney. Regresó a Gran Bretaña donde permaneció algún tiempo hasta que a principios de 1952 volvió a asentarse en los USA, esta vez acompañado por su médico personal y fiel amigo Humphrey Osmond. En ese mismo año la CIA puso en marcha el programa de control mental «MK-Ultra» bajo la dirección personal del director de la agencia norteamericana, Allen Dulles.
En la base del proyecto MK-Ultra estaba también estudiar los efectos de las drogas en los seres humanos. Entre los voluntarios «conejillos de indias» de Osmond y Huxley se encontraban Alan Watts y Gregory Bateson, de quien ya hablamos. También Stanislav Grof y, cómo no, nuestro viejo conocido Timothy Leary, acusado en múltiples ocasiones de trabajar en el proyecto MK-Ultra junto con su íntimo amigo Richard Alpert. Leary solía decir que en los años 50 la CIA había estado experimentando en Harvard con LSD, de forma secreta, tratando de averiguar qué uso podría dársele a la droga en la «guerra sucia» («silenciosa», le llaman allá). La CIA -continúa Leary- permitió que Harvard «nos financiara por una sencilla razón: pensaban que quizá nosotros podríamos triunfar donde ellos no lo habían hecho» (la CIA descubrió que los efectos de la droga eran demasiado impredecibles para poder darle una utilidad militar. Años antes, en 1947, se fundaría el Instituto Tavistock en Londres, pero esta es otra historia), Leary, junto con Alpert, «demostró» -eso dice él- poder controlar sus efectos que dependían no tanto de la dosis como de las expectativas y el estado mental del consumidor, así como del entorno físico en el que se administra la droga. «Descubrimos» -dice- que era posible «programar un viaje», pero no en función de los deseos de la CIA. De hecho, en 1963 fueron expulsados de Harvard, como ya se dijo, por «experimentar» -voluntariamente, esto sí- con alumnos suyos con drogas.
La vida de Leary se llenó de avatares. Se medio exilió a Europa. En Argelia estuvo con Eldridge Cleaver, uno de los primeros líderes de los Black Panthers quien puso a Leary bajo «arresto» por ser contrarrevolucionaria la promoción del uso de drogas que Leary hacía. Ideó un plan de colonización del espacio. En 1988 recaudó fondos para el candidato «anarcocapitalista» Ron Paul. En la década de los 80, se sintió fascinado por las computadoras, el Internet y la realidad virtual. A principios de los 90, se relacionó con actores liberal-progresistas, vale decir, como Johnny Depp, Susan Sarandon (y su entonces pareja Tim Robbins) o Dan Aykroyd, que iba para sacerdote católico.
Antes de morir de cáncer se pasó los días chutándose óxido nitroso y sus «Galletas Leary» (un snack -pincho o bokata- con queso y un pequeño brote de marihuana), heroína y morfina.
El Proycto MK-Ultra
La Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana se dedicó, en buena parte de su siniestra historia, a experimentar con todo un complejo arsenal de drogas, implantes electrónicos, hipnosis y otros modos de lavado de cerebro hasta llegar al Proyecto MK-Ultra («MK» es el prefijo de todas las operaciones de control mental («mind control») y «Ultra» provenía de la red de inteligencia organizada por los estadounidenses en la Europa dominada por el III Reich.
En los años 20 del siglo pasado, el doctor Albert Hofmann, que trabajaba en los laboratorios de la empresa farmacéutica Sandoz de Basilea estaba a punto de realizar un hallazgo que cambiaría para siempre la historia de las drogas: la síntesis del LSD, el alucinógeno por antonomasia. Su descubrimiento, como tantos otros, había sido fortuito y se debió en realidad a un accidente de laboratorio. Hofmann trabajaba en un proyecto encaminado a encontrar una cura para la migraña. Suponía que la dietilamida del ácido d-lisérgico, un compuesto sintetizado a partir del cornezuelo del centeno, podría ser parte de la solución al problema. Cierto día, trabajando en el laboratorio, uno de sus guantes de goma se rompió sin que él se diese cuenta, e inadvertidamente su piel entró en contacto con la sustancia. Al principio no notó nada, pero al poco rato se vio asaltado por una serie de alucinaciones que lo acojonaron. Cuando se repuso estaba seguro de que aquello, de curar migrañas, cero, «rien de rien».
A principios de los años 60, los medios de comunicación norteamericanos -en especial la revista «Life», cuyo director (o «editor», como le llaman los anglosajones), Henry Luce, ya había probado la droga- comenzaron a divulgar una serie de artículos que promovían descaradamente el consumo de LSD como forma de «abrir la percepción». Luce defendía la absoluta inocuidad del LSD.
La CIA mantenía contactos con los esposos Luce (su mujer, Clare Boothe, también le daba a la cosa) sirviendo de «camello» al matrimonio y sus pudientes e influyentes amigos como, por ejemplo, Ken Kesey, autor de «Alguien voló sobre el nido del cuco» o Huxley.
La CIA no quería depender de una empresa extranjera como Sandoz en el suministro de una sustancia que consideraba vital para la seguridad y los intereses de los Estados Unidos. Así pues, se solicitó a la Eli Lilly Company de Indianápolis que intentase sintetizar un suministro de LSD totalmente gringo. A mediad s de 1954 Eli Lilly obtuvo, no se sabe cómo, la fórmula secreta. Responsables de la firma yanqui aseguraron a la CIA que «en cuestión de meses se podrá disponer de toneladas de LSD». Como anécdota, diremos que fueron científicos de los laboratorios Lilly los que acuñaron la palabra «viaje» («trip» en inglés, como el «Day Tripper» de Los Beatles) para describir la sensación alucinógena. Mientras la élite obtenía el producto mediante recetas médicas, otros acababan tirados.
La LSD fracasó como arma química (se quiso usar la LSD para emponzoñar los depósitos de agua del enemigo pero se comprobó que dicha sustancia se descomponía al entrar en contacto con el cloro utilizado como desinfectante) pero triunfaba como psicofármaco. La experiencia psicodélica era aún una práctica limitada y minoritaria durante la época posterior a la segunda gran guerra, contando con un catálogo de sustancias conocidas bastante reducido, donde la mescalina (aislada en 1897 por Arthur Heffter) era la sustancia más potente conocida hasta la fecha. Fueron varios los autores que hicieron uso de ella como fuente de inspiración tanto artística como mística llegando algunos a escribir sobre ello, como el nazi Ernst Jünger, Henry Michaux o el mismo Sartre.
Una forma de entender la rápida expansión de la LSD entre las capas altas de la sociedad norteamericana es Alfred (Al) Matthew Hubbard, un excéntrico millonario que probó por primera vez la LSD en 1951 y quiso que todo dios la probara para que no se perdiera ese «soma» de la novela de Huxley. Hasta a Nelson Rockefeller le quiso convencer en una reunión privada, pero no.
Leary -no nos olvidamos de los viejos amigos a quien tanto debemos- declaró a la revista «Playboy» que la LSD era un fármaco capaz de curar la homosexualidad, que por entonces se consideraba una patología. En Europa el que pasaría a la pequeña historia como héroe de la «antipsiquiatría», el Dr. Ronald D. Laing, rehusó tratar la esquizofrenia, su fuerte, con la LSD. Otros, no.
Cuando la LSD todavía no era un «accidente» por ocurrir, una serie de etnobotánicos se adentraba en las selvas y poblados de América Central con la intención de redescubrir las plantas mágicas utilizadas por las civilizaciones precolombinas.
En el año 1967 el consumo de LSD era ya masivo y los hippies, término acuñado, por cierto, en 1965 por Michael Fallon del San Francisco Examiner, campaban a sus anchas por «Haight-Ashbury» propagando su mensaje de amor, libertad sexual, no-violencia y expansión de la conciencia. Mejor eso que hacerse otras preguntas más comprometidas e ir a las raíces. Algo típico de la sociología pragmatista norteamericana: cuando te sabes las respuestas, te cambian las preguntas.
Muy buen articulo aunque un poco extenso, casi se hace pesado por ser un poco largo, pero gracias
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Me ha gustado el articulo pero se nota un tono muy sesgado. "Mejor eso que hacerse otras preguntas más comprometidas e ir a las raíces" Mas comprometidas? Raices? Y si las raices son esas que ellos intentaban cambiar?? Y si en realidad estaban dando completamente en el clavo en lo que hace que este puta mierda de mundo este como este?