Entregar [render] significa en inglés no sólo transferir, sino extraer la esencia de algo, así como pasar un veredicto y devolver o retribuir buenas descripciones de lo que ocurre durante sesiones de tortura.
En los decenios después que Greene escribiera “Nuestro hombre en La Habana”, los latinoamericanos acuñaron una palabra igualmente resonante para describir el terror que había llegado a reinar sobre gran parte del continente. Durante toda la segunda mitad de la Guerra Fría, los aliados anticomunistas de Washington asesinaron a más de 300.000 civiles, muchos de ellos simplemente desaparecidos. La expresión ya era bien conocida en Latinoamérica cuando, al aceptar en 1982 su Premio Nobel de Literatura en Suecia, el novelista colombiano Gabriel García Márquez informó que en la región los desaparecidos a causa de la represión eran casi 120.000, que es como si hoy no se supiera donde están los habitantes de una ciudad como Uppsala.
Cuando los latinoamericanos usaban la palabra como verbo, usualmente lo hacían de un modo considerado gramaticalmente incorrecto en la forma transitiva y a menudo en la voz pasiva, como en ella fue desaparecida. El implicado (pero ausente) actor/sujeto indicaba que todos sabían que el responsable era el gobierno, incluso si se confería al gobierno un poder inconfesable, omnipotente. Los desaparecidos dejaban atrás familias y amigos que gastaban sus energías tratando con burocracias laberínticas, sólo ser enfrentados por el silencio o para que se les dijera que su pariente desaparecido probablemente se había ido a Cuba, sumado a las guerrillas, o escapado con un(a) amante. Las víctimas a menudo no eran las más políticamente activas, sino las más populares, y generalmente eran escogidas para asegurar que su repentina ausencia generara un escalofriante efecto dominó.
Como las entregas, las desapariciones no pueden ser realizadas sin una infraestructura sincronizada, sofisticada, y cada vez más transnacional, en la que Estados Unidos jugó un papel decidido en los años sesenta y setenta. En los hechos, agentes de inteligencia militar de Estados Unidos y la CIA, trabajaron en Latinoamérica, trabajando en estrecha colaboración con aliados locales, ayudaron primero a establecer la vilísima trinidad del terrorismo patrocinado por el gobierno que ahora se ve en Iraq y otros sitios: escuadrones de la muerte, desapariciones y tortura.
Escuadrones de la muerte
Después de haber terminado una brutal guerra civil de 10 años de duración, el recién consolidado gobierno de Colombia, enfrentado a un campesinado todavía intranquilo, se volvió hacia Estados Unidos para pedir ayuda. En 1962 desde la Casa Blanca, Kennedy envió al general William Yarborough, conocido más tarde por ser el padre de los boinas verdes (así como por dirigir la vigilancia militar interior de destacados activistas por los derechos cívicos, incluyendo a Martin Luther King). Yarborough asesoró al gobierno colombiano en el establecimiento de una unidad irregular para ejecutar actividades paramilitares, sabotaje y/o actividades terroristas contra conocidos defensores comunistas, una de las mejores descripciones de un escuadrón de la muerte.
Como lo indica el historiador Michael McClintock en su indispensable libro Instruments of Statecraft, Yarborough dejó un programa virtual para crear escuadrones de la muerte dirigidos por militares. Fue implementado de inmediato, gracias a la ayuda y al entrenamiento de Estados Unidos El uso de semejantes escuadrones de la muerte se convirtió en parte de lo que los teóricos de la contrainsurgencia de la era gustaban de llamar contraterror un concepto difícil de definir ya que reflejaba tan de cerca las prácticas que trataba de refutar.
Durante todos los años sesenta, Latinoamérica y el Sudeste Asiático funcionaron como los dos laboratorios primordiales para los contrainsurgentes de Estados Unidos que iba y venían entre las regiones aplicando perspectivas y afinando las tácticas. A comienzos de los años sesenta, las ejecuciones por los escuadrones de la muerte eran una característica normal de la estrategia de contrainsurgencia de Estados Unidos en Vietnam, que pronto se consolidaría en el infame Programa Phoenix, que neutralizó entre 1968 y 1972 a más de 80.000 vietnamitas 26.369 de los cuales fueron permanentemente eliminados.
Como en Latinoamérica, así también en Vietnam, el propósito de los escuadrones de la muerte no fue sólo eliminar a aquellos de los que se pensaba que trabajaban con el enemigo, sino mantener a los simpatizantes potenciales de los rebeldes en un estado de miedo y ansiedad. Para lograrlo, el Servicio de Información de Estados Unidos en Saigón suministró miles de copias de un panfleto impreso con un ojo de aspecto fantasmagórico. Los escuadrones del terror depositaban ese ojo sobre los cadáveres de los que habían asesinado o lo colocaban en las puertas de casas sospechosas de albergar ocasionalmente a agentes del Vietcong. La técnica era llamada articular la amenaza una manera de generar un rumor aterrador de boca en boca.
En Guatemala, una táctica semejante comenzó aproximadamente al mismo tiempo. Allí, dejaban una mano blanca sobre el cuerpo de una víctima o la puerta de una víctima potencial.
El paso siguiente en el currículo de la contrainsurgencia fue Centroamérica, donde, en los años sesenta, consejeros de Estados Unidos ayudaron a establecer la infraestructura requerida no sólo para asesinar sino para desaparecer a grandes cantidades de civiles.
Después de la Revolución Cubana, Washington se había lanzado a profesionalizar las agencias de seguridad de Latinoamérica de un modo muy similar a como trabaja ahora el gobierno de [Washington] para modernizar los sistemas de inteligencia de sus aliados en la guerra mundial contra el terror del presidente.
Entonces, como ahora, el objetivo era convertir a unidades letárgicas, mal entrenadas, de inteligencia de un alcance limitado, en una red internacional capaz de reunir, analizar, compartir, y actuar utilizando, información de un modo rápido y eficaz. Consejeros estadounidenses ayudaron a coordinar el trabajo de unidades en competencia de las fuerzas de seguridad de un país, instando a los militares y a los agentes policiales a superar sus diferencias y a cooperar. Washington suministró teléfonos, teletipos, radios, coches, fusiles, munición, equipamiento de vigilancia, explosivos, picanas eléctricas, cámaras, máquinas de escribir, papel carbón, y archivos, mientras instruía a sus aprendices en lo último en técnicas de control de disturbios, mantenimiento de antecedentes, vigilancia, y arrestos masivos.
Ni en El Salvador, ni en Guatemala existía ni siquiera un indicio de una seria insurrección rural cuando los Boinas Verdes, la CIA, y la Agencia de Desarrollo Internacional de Estados Unidos comenzaron a organizar las primeras unidades de seguridad que después crecerían a una densa red de paramilitares de escuadrones de la muerte en toda Centroamérica.
Una vez creados, los escuadrones de la muerte operaron bajo sus propios nombres pintorescos: Ojo por ojo, Ejército secreto anticomunista, Mano Blanca pero eran esencialmente apéndices de los mismísimos sistemas de inteligencia que Washington había ayudado a crear o a fortalecer. Como en Vietnam, se puso cuidado en asegurar que los paramilitares parecieran no estar afiliados a las fuerzas regulares. Para permitir una posibilidad plausible de negación, la eliminación de los agentes [enemigos] debe ser lograda rápida y definitivamente instruye guerra de contrainsurgencia, un texto clásico de 1964, por una organización que de ninguna manera debe ser confundida con el personal contrainsurgente que trabaja por lograr el apoyo de la población. Pero en Centroamérica, a fines de los años sesenta, los cadáveres se apilaban tan alto que hasta responsables de las embajadas del Departamento de Estado, a menudo mantenidos fuera de la onda sobre lo que hacían sus homólogos en la CIA y el Pentágono, se veían obligados a admitir los vínculos obvios entre los servicios de inteligencia respaldados por Estados Unidos y los escuadrones de la muerte.
Washington, desde luego, desmentía en público su apoyo del paramilitarismo, pero la práctica de las desapariciones políticas tuvo un gran salto adelante en Guatemala en 1966 con el nacimiento de un escuadrón de la muerte creado, y supervisado directamente, por consejeros de seguridad de Estados Unidos Durante los primeros dos meses de 1966, una unidad combinada de operaciones clandestinas de oficiales policiales y militares trabajando bajo el nombre de Operación Limpieza, un término que los contrainsurgentes de Estados Unidos luego reciclaron en otros sitios en Latinoamérica realizó una serie de ejecuciones extrajudiciales.
Entre el 3 y el 5 de marzo de ese año, la unidad cometió su máximo crimen. Capturó, interrogó, torturó y ejecutó a más de 30 izquierdistas. Sus cuerpos fueron colocados en sacos y lanzados al Océano Pacífico desde helicópteros suministrados por Estados Unidos. A pesar de ruegos del arzobispo de Guatemala y de más de 500 peticiones de habeas corpus presentadas por parientes, el gobierno guatemalteco y la embajada de Estados Unidos mantuvieron silencio sobre la suerte de los ejecutados.
Durante las siguientes dos décadas y media, fuerzas centroamericanas de seguridad financiadas y entrenadas por Estados Unidos hicieron desaparecer a decenas de miles de ciudadanos y ejecutaron a cientos de miles más. Cuando partidarios de la guerra contra el terror propugnaron el ejercicio de la Opción Salvador, se referían a esta matanza.
Después de los golpes respaldados por Estados Unidos en Brasil, Uruguay, Chile, y Argentina, los escuadrones de la muerte no sólo fueron institucionalizados en Sudamérica, se hicieron transnacionales. Durante el fin de los años setenta y en los ochenta, la CIA apoyó la Operación Cóndor un consorcio de agencias de inteligencia establecido por el dictador chileno Augusto Pinochet que sincronizó las actividades de muchas de las agencias de seguridad del continente y orquestó una campaña internacional de terror y asesinato.
Según el embajador de Washington en Paraguay, los jefes de esas agencias se mantenían en contacto los unos con los otros a través de una instalación de comunicaciones de Estados Unidos en la Zona del Canal de Panamá que cubre toda Latinoamérica. Esto les permitió coordinar información de inteligencia entre los países del cono sur. Justo este mes, el jefe de seguridad de Pinochet, el general Manuel Contreras, que sirve una condena a prisión de 240 años en Chile por una amplia variedad de violaciones de derechos humanos, dio una entrevista a la televisión en la que confirmó que el director adjunto de la CIA en aquel entonces, general Vernon Walters (que sirvió bajo el director George H.W. Bush), estaba plenamente informado sobre las actividades internacionales de la Operación Cóndor.
La tortura es el espíritu animador de esta triada, el más vil de esta vilísima trinidad. En Chile, los esbirros de Pinochet mataron o desaparecieron a miles pero torturaron a decenas de miles. En Uruguay y Brasil, el Estado no sólo hizo desaparecer a cientos, pero el temor a la tortura y la violación se convirtió en un modo de vida, particularmente para los políticamente involucrados. La tortura, aún más que las desapariciones, tenía más que el propósito de hacer hablar a una persona, sino de hacer que todos los demás se callaran.
Ahora, Washington ya no puede negar que sus agentes en Latinoamérica facilitaron, excusaron, y practicaron la tortura. Desertores de los escuadrones de la muerte han descrito la instrucción dada por sus tutores estadounidenses, y los supervivientes han testificado de la presencia de estadounidenses en sus sesiones de tortura. Un manual de tortura del Pentágono, distribuido en por lo menos cinco países latinoamericanos, describía extensivamente procedimientos coercitivos desarrollados para destruir la capacidad de resistir.
Esos manuales para uso en el terreno fueron compilados utilizando información obtenida de experimentos de control de la mente y de choques eléctricos realizados en los años cincuenta por encargo de la CIA. Precisamente como los memorandos de la tortura de la actual guerra contra el terror teorizan sobre la diferencia entre dolor y dolor severo, daño psicológico y daño psicológico duradero, esos manuales se esforzaban por regular la aplicación del sufrimiento. La amenaza de infligir dolor puede provocar temores más dañinos que la sensación inmediata de dolor, decía un manual.
Sobre todo hay que ser eficiente, dijo el consejero policial estadounidense Dan Mitrione, asesinado por los revolucionarios uruguayos Tupamaros en 1970 por entrenar a las fuerzas de seguridad en los aspectos más refinados de la tortura: Hay que causar sólo el daño estrictamente necesario, ni un poco más. Mitrione enseñaba por demostración, según se dice torturando hasta la muerte a gente sin vivienda fija secuestrada en las calles de Montevideo. En todo caso tenemos que controlar nuestros caracteres, decía. Hay que actuar con la eficiencia y la limpieza de un cirujano y con la perfección de un artista.
Florencio Caballero, después de escapar del tristemente notorio Batallón 316 hondureño al exilio en Canadá en 1986, testificó que los instructores estadounidenses le instaron a infligir dolor psicológico, no físico, para estudiar los temores y debilidades de un prisionero. Obligue a la víctima a estar de pie, enseñaron los estadounidenses a Caballero, no la deje dormir, manténgala desnuda y aislada, ponga ratas y cucarachas en su celda, déle comida mala, sírvale animales muertos, tírele agua fría, cambie la temperatura. ¿Suena conocido?
Sin embargo, como demostró de modo tan claro Abu Ghraib y como los vídeos destruidos de interrogatorios de la CIA habrían indudablemente dejado por lo menos igual de claro, no es siempre posible mantener una distinción entre la tortura psicológica y la tortura física. Como lo admitió un manual, si un sospechoso no reacciona, hay que realizar la amenaza del dolor directo. Una de las víctimas de Caballero, Inés Murillo, testificó que sus aprehensores, incluyendo a por lo menos un agente de la CIA su participación fue confirmada en un testimonio en el Senado del director adjunto de la CIA la colgaron desnuda del cielo raso, la obligaron a comer pájaros muertos y ratas crudas, la hicieron estar de pie durante horas sin dormir y sin permitirle que orinara, le lanzaron agua helada a intervalos regulares durante períodos prolongados, la golpearon hasta ensangrentarla, y le aplicaron choques eléctricos en su cuerpo, incluyendo sus genitales.
Inés Murillo pertenecía indudablemente a la clase torturable de Greene. Sin embargo, Greene escribió en tiempos más corteses. Actualmente, cuando se trata de tortura, todo vale.
Los ideólogos de la guerra contra el terror, como el profesor de derecho en Berkeley, John Yoo, han trabajado duro para limitar la definición de lo que es tortura, expandiendo así las posibilidades para su aplicación. Han trabajado por lo menos igual de duro por aumentar la cantidad de personas en todo el mundo que puedan ser sometidas a la tortura definiendo a cualquiera que les de la gana como combatiente enemigo apátrida, y por lo tanto desprotegido por las leyes nacionales e internacionales que prohíben el trato cruel e inhumano. Hasta el antiguo Fiscal General John Ashcroft se declaró potencialmente torturable, al decir recientemente a una audiencia en la Universidad de Colorado que estaría dispuesto a someterse al submarino si fuera necesario.
Las cosas están tan descontroladas que el profesor de derecho de Harvard, Alan Dershowitz quien, en su posición privilegiada en Harvard seguramente se indignaría si lo fueran a torturar, piensa que hay que regular esa práctica, como si se tratara de un acto médico rutinario. Ha sugerido que se faculte a los jueces para que expidan mandatos que permitan a los interrogadores para que inserten agujas estériles bajo las uñas de los dedos para causar un dolor extremadamente agudo sin poner en peligro la vida.
Pinochet, que no temía justificar sus acciones en nombre de la civilización occidental, nunca habría soñado de defender la tortura de un modo tan descarado como Dick Cheney, respaldado por teóricos legales como Yoo. Al mismo tiempo, historiadores revisionistas, como Max Boot, y eruditos como Robert Kaplan de Atlantic Monthly, reescriben la historia, pretendiendo que operaciones como el Programa Phoenix en Vietnam o los escuadrones de la muerte en El Salvador, fueron tácticas efectivas, moralmente aceptables y deberían ser emuladas en la actual Guerra contra el Terror.
Pero este tipo de promiscuidad tiene sus riesgos. En Latinoamérica, la palabra desaparecido llegó a denotar no sólo la persecución sino el repudio moral, cuando madres e hijos de los desaparecidos condujeron un movimiento continental para restaurar el vigor de la ley. Llevan a tener la esperanza de que algún día la red mundial de represión armada por el gobierno de [Washington] sea tan desacreditada como lo es actualmente la Operación Cóndor en Latinoamérica. Como escribiera Greene hace medio siglo, en la víspera de la caída de otro famoso torturador, Fulgencio Batista de Cuba, es un verdadero peligro para todos cuando cambia lo que es aterrador.