En las distintas administraciones, el número de destituidos es de unos 60.000, que han afectado al ejército, el aparato judicial, la prensa y el sistema educativo.
Una circular interna del AKP firmada por el número dos del partido, Hayati Yazici, ordena la limpieza urgente de las filas del partido a fin de eliminar a quienes estén vinculados a la “organización terrorista Gülen”, a la que acusan de crear un Estado paralelo.
A las destituciones hay que añadir las detenciones y la apertura de procesos judiciales, especialmente numerosos para los cargos públicos. No obstante, el jueves Erdogan advirtió que las depuraciones aún no han alcanzado “la punta del iceberg”.
La extraordinaria profundidad de la depuración pone de manifiesto que Erdogan está dispuesto a construir otro Estado diferente del que hemos conocido en el siglo pasado. La determinación del dirigente islamista turco contrasta poderosamente con la pusilanimidad de los bolivarianos, que se han mostrado incapaces de responder a los golpes de Estado de que han sido objetivo, como en el caso de Venezuela en 2002.
Los reaccionarios se muestran más capaces que los reformistas, que en Latinoamérica reculan a marchas forzadas ante la ofensiva que se les viene encima, como en Brasil.
Después de más de una década de gobierno, en Turquía los islamistas se han dado cuenta de los planes de los imperialistas para su país, que no eran diferentes de los de Afganistán, Irak, Libia, Siria… o incluso Ucrania. Pero la crisis es de tal envergadura que ni siquiera con las depuraciones, por extensas que sean, está garantizada la superviviencia de Turquía. Erdogan necesitará mucho más.