Nicolás Bianchi
Me pasa, a veces, que a las grandes palabras les tengo que poner comillas y parihuelas porque, a diferencia de quienes se llenan la bocota con, por ejemplo, el concepto «democracia» sin que sufran empacho, yo me quedo famélico. Si escribo democracia, la tengo que entrecomillar, vean: «democracia». Y ello, por supuesto, porque no creo que en el Reino de España -porque esto es un Reino- exista una democracia a no ser que seamos nominalistas y creamos en la magia de las palabras, es decir, que con solo nombrarlas o enumerar una serie de libertades formales ya cobran vida y adquieren consistencia. Una suerte de fiat lux y la luz se hizo, milagreramente, milagrosamente.
Decía el cronopio Julio Cortázar que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, «como los hombres y los caballos». Hay palabras que, a fuerza de ser repetidas y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse. Palabras-cumbre
como libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo (o, ahora, «gente», y antes, con Negri, «multitud», no dicen «chusma» de puto milagro), justicia o democracia se ven atacadas por este virus que a mí, NB, me obliga, según quién las pronuncie, a entrecomillarlas para protegerlas. Digo democracia, digo libertad y, de pronto, si no les pongo comillas siento que las pronuncio maquinalmente, como un robot, y, lo que es peor, quienes me escuchan corren el riesgo involuntario de asimilarlas como un estereotipo, como un cliché vacío de contenido. No es ya que padezcan desgaste o erosión, sino que, en efecto, los cuatreros de plusvalía y sus lacayos nos hurtan hasta las bizarras palabras y su significado. Y ello con glotonería. Ni las ningunean ni son anoréxicos con las nobles palabras (aunque no sabemos de palabras «innobles»); al revés, las expectoran a cada rato así no más les pidas la hora te contestan como demócrata que soy son las nueve menos diez, señor ciudadano. Al monopolio de la violencia le agregan el monopolio del verbo y hasta del logos.
Mostraré ahora una impostura. Me valdré de Antonio García Trevijano, político ya provecto pero que hila fino, que ha conseguido hacer calar el término «partitocracia» para calificar «esta» democracia rememorando el «turnismo» de la Restauración decimonónica entre Cánovas y Sagasta, pero no ofreciendo como alternativa una salida revolucionaria precisamente, no, esto nunca, que somos gente de «orden», quien sostiene -GT- que la deslealtad ha sido el motor y paradigma de la llamada Transición española. Empezando -dice- por el Rey, que fue desleal primero a su padre, don Juan, que se dice, y luego a los principios del Movimiento (Nacional) que juró. Lo fue Adolfo Suárez a la Falange. Fraga a su credo franquista. Felipe González -sujeto por el que quien esto firma siente un asco kantiano insuperable- a los postulados socialistas, qué risa, felisa. Y Carrillo, otro que tal baila (ba), al ideario comunista. A los intelectuales y artistas no les toquemos, que están inspirándose. Como puede verse, todo un rosario de traiciones. A cambio del medro y la posición, por descontado. Como decían los milicos argentinos, nosotros somos «derechos» y «humanos». Con este personal nos jugamos los cuartos. O nos jugábamos, que ahora viene la nueva hornada del quítate tú para ponerme yo antes de que la purria se ponga tonta y nos mande a todos a tomar por el orto.
Quienes todavía se mantienen en pie y no de rodillas son los proscritos que aún creen en las grandes palabras y les restituyen su auténtico y prístino significado. Algo más que un metarrelato.