Como país, Arabia saudí presenta cuatro características que lo hacen único: tiene las mayores reservas de petróleo conocidas del mundo, está en un enclave estratégico de Oriente Medio, disfruta del sostén incondicional del imperialismo y es una de las autocracias más reaccionarias del mundo, en el que el Estado es confesional e inseparable del wahabismo.
El wahabismo no es el islam ni puede serlo porque es la religión de un Estado y no se entiende al margen del mismo y, por lo tanto, de la política misma de ese Estado.
El wahabismo es beligerante con el resto del islam. Para sus adeptos el término “wahabismo” tiene, sin embargo, un cierto sentido despectivo. Ellos a sí mismos se llaman “muwahhidunes”, que se puede traducir por unitarios tanto como por únicos.
Tiene, pues, una acusada naturaleza de secta que, por lo demás, se cuenta entre las más retrógradas que se conocen. Como la mayor parte de ellas, es evangelizadora o expansiva, con la diferencia de que su pretensión es imponer su hegemonía ideológica sobre el conjunto del islam, una característica que le da un valor añadido a los ojos del imperialismo: la hegemonía política acompaña a la ideológica, como no podía ser de otra forma.
El Pacto del Quincy
El llamado “Pacto del Quincy” firmado con Estados Unidos al finalizar la Segunda Guerra Mundial, convirtió a Riad en uno de los más firmes puntales del imperialismo en la región, junto con Israel y Turquía. Sin el apoyo de Estados Unidos, los príncipes saudíes nunca se hubieran podido sostener en el poder.
A cambio del apoyo militar, Arabia saudí ha estado regando a los países capitalistas con petróleo y luego con petrodólares.
En plena Guerra Fría, el pacto saudí con el imperialismo estadounidense cerraba las puertas a la Unión Soviética en Oriente Medio y le impedía el acceso al petróleo. Este bloqueo obligó al gobierno soviético a desarrollar su propia industria petrolera, que hoy es puntera y de las más importantes del mundo.
Las declaraciones de los más altos dirigentes del imperialismo nunca han dejado lugar a dudas sobre la importancia de la alianza estratégica, pasando por encima de la ausencia completa de libertades y derechos en el país de los jeques.
En junio de 1948 John Forrestall, secretario de Defensa recordó que Arabia saudí debía ser considerada como parte de la zona de defensa del hemisferio occidental.
En una carta dirigida a Ibn Sud, el 31 de octubre de 1950 le escribió Truman: “No podría llegaros ninguna amenaza contra vuestro reino que no constituya un asunto preocupante inmediato para Estados Unidos”.
El presidente Eisenhower impuso su propia doctrina al respecto, asegurando que nadie pondría nunca en dificultades a los aliados petroleros del “mundo libre”, lo que aseguraba a los saudíes no sólo inmunidad, sino más bien impunidad.
El 25 de octubre de 1963 en una carta dirigida al rey Faysal, escribió Kennedy: “Estados Unidos aporta su apoyo incondicional al mantenimiento de la integridad territorial de Arabia saudí”.
En su discurso sobre el Estado de la Unión, lo volvió a repetir Carter el 23 de enero de 1980: “Cualquier tentativa por parte de cualquier potencia extranjera, de tomar el control de la región del Golfo Pérsico, será considerada como un ataque contra los intereses vitales de Estados Unidos de América. Y este ataque será rechazado por todos los medios necesarios, comprendida la fuerza militar”.
Nunca se podrán entender muchos de los acontecimientos de la posguerra sin tener en cuenta esa estrecha relación entre Estados Unidos y Arabia saudí en la que el petróleo se vendía a cambio de impunidad.
En la medida en que el wahabismo es la religión de Arabia saudí, su expansión también está bajo la tutela del imperialismo y, en particular, de Estados Unidos.
Panarabismo y panislamismo
Tras la Unión Soviética, a los países árabes fueron llegando nuevos enemigos cuando en la década de los años cincuenta se inició la ola del nacionalismo árabe, ligado además al anticolonialismo, al panarabismo, al laicismo e incluso a ciertas simpatías hacia el socialismo.
El egipcio Nasser simbolizó aquel movimiento, que se convirtió rápidamente en enemigo mortal de Arabia saudí. Nasser llamó abiertamente al derrocamiento de la autocracia saudí en una consigna célebre: “Antes que liberar Jerusalén, los árabes deben pensar en liberar Riad”.
Nasser impulsó el panarabismo, que es un movimiento político propio del mundo árabe exclusivamente. Por el contrario, los jeques saudíes promovían el panislamismo, que es un movimiento religioso que no conoce fronteras.
La máxima expresión del panarabismo fue el surgimiento de un nuevo Estado, la República Árabe Unida, que surge de la fusión de otros dos ya existentes, Egipto y Siria, lo que convirtió a Siria en la pieza más codiciada para los saudíes.
Con la crisis del dólar de 1971, a partir de los setenta Arabia saudí salva al imperialismo de una crisis aún más profunda transformando las reservas de petróleo en reservas de divisas, petrodólares que vuelven a los bolsillos de los imperialistas frenando temporalmente la crisis.
Además, los petrodólares financian la política exterior saudí, incluida su política religiosa ultrarreaccionaria, el wahabismo, del cual el salafismo es un producto para la exportación.
En 1956 el futuro rey Feysal había propuesto situar al islam, en referencia al wahabismo, “en el centro de la política exterior del reino”.
Para contrarrestar a la Liga Árabe, en 1962 los saudíes crean la LIM (Liga Islámica Mundial), en 1969 la Conferencia Islámica Mudial y en 1972 la WAMY (World Assembly of Muslim Youth, Asamblea Mundial de la Juventud Musulmana).
La Liga Islámica Mundial es una ONG financiada desde su origen por la petrolera Aramco (Arabian-American Oil Company) y por bancos saudíes como el Faysal Finances o la banca Al-Baraka.
Esta Liga crea una red de imanes establecidos por todo el mundo, financia la construcción de mezquitas, como la de Madrid, la edición de libros religiosos y grabaciones de audio.
Por su parte, bajo la cobertura de la ayuda “humanitaria”, la WAMY financia y recluta yihadistas, especialmente en Europa. Son el equivalente wahabita de los misioneros cristianos.
Yihad en Afganistán
En 1979 el wahabismo padece su mayor crisis cuando los chiítas llegan al poder en Irán y los soviéticos ocupan Afganistán. Pero el imperialismo reconduce la beligerancia wahabita no contra los herejes (Irán) sino contra los infieles (Afganistán).
En el país centro-asiático convergen todos los hilos de la Guerrra Fría, que se resumen en la calificación que hizo Reagan de los yihadistas, entonces llamados “muyahidines” elogiosamente por la propaganda imperialista y sus medios de comunicación. Los muyahidines de Reagan no sólo eran los defensores de la fe frente al ateísmo comunista, sino los “combatientes de la libertad”.
En la yihad afgana se repartieron las tareas: los saudíes ponían el dinero y los estadounidenses las armas. De la logística se encargó Pakistán. De esa manera el millonario saudí Bin Laden creó Al-Qaeda.
En 1986 los jeques llevaron mucho más adelante su lucha por “liberar” a la humanidad: hundieron el precio del barril de petróleo, que pasó a 28 a 9 dólares, precipitando la caída de una Unión Soviética moribunda.
Tras la caída de la Unión Soviética, el wahabismo se extiende en su forma salafista a dos regiones próximas, siempre de la mano del imperialismo.
En primer lugar al Cáucaso, en cuyas guerras (1995 y 1999) participan los muyahidines que regresan de Afganistán.
En segundo lugar a los Balcanes, especialmente a Bosnia y Kosovo (1993 y 1995).
En ambos casos, el salafismo llega con el imperialismo, destruye los Estados ya asentados en ambas regiones invocando supuestas aspiraciones independentistas. Pero el wahabismo es sustancialmente antinacional y penetra siempre en abierta lucha contra las prácticas islámicas locales.
Es exactamente la misma instrumentalización puesta en práctica en Siria desde 2011, cuya guerra no es nacional, no pretende un mero cambio de gobierno, sino internacional. Su objetivo es un nuevo reparto de Oriente Medio.