Si bien la psicodelia nació en los Estados Unidos -esa «expansión de la conciencia» de la que hablamos conseguida mediante chutes varios y onirismos orientalistas-, el Rock Progresivo como concepto y movimiento musical nace en Inglaterra. Los grandes grupos son ingleses: «Yes», «Pink Floyd», «Genesis», «King Crimson» y «Emerson, Lake & Palmer». Desde sus orígenes el Rock Progresivo reivindicará ser música hecha con el cerebro y para el cerebro, una música «intelectual» frente -pecado de lesa musicalidad- al blues y que, al contrario que la psicodelia, no se relacionaba -al menos directamente- con el consumo de drogas. Iban a su bola, y a otra bola, casi música de conservatorio. Experimental, ya decimos, dodecafónica y atonal a lo Schönberg, a veces, y, desde luego, sin ínfulas «rebeldes». Una «rebeldía» adjudicada a otros grupos y movidas que el «Sistema» aprovechó y se sirvió del crimen de la «Familia Manson», en 1967, para asociarlo al hipismo y certificar su defunción, como así fue, y su «inocencia». Después el «Glam Rock», el «Hard Rock», el «Punk», etc. , etc. La frase de la época, el slogan, era: «no se vayan todavía que aún hay más».
El rock progresivo
N.B.
O «sinfónico», como se dio en llamar en la Península ibérica. O «Prog Rock», en la prensa especializada anglosajona. Y sin, como suele decirse, «buena prensa» por lo que , se decía, tenía de pomposidad, virtuosismo, pretenciosidad, sobre todo si escuchamos los excesos de Rick Wakeman (de «Yes») con el «mellotron». O Keith Emerson (de «Emerson, Lake & Palmer») tocando -y torturando su Hammond- un ¡¡piano volador!! Pero les exoneramos de culpa, sobre todo cuando se valora a, pues no sé, ABBA con una pieza de Robert Fripp (de «King Crimson»), y no, mire usted, son cantidades y magnitudes heterogéneas. Y conste que Fripp, no se nos oculta -y ya habrá adivinado el avispado lector/a que tengo debilidad por esta gente-, cuando se pone «experimental», puede aburrir a las ovejas. Pero escuchas «Formentera’s Lady» y ya estás abducido. Sucede que con el sinfonismo se podía caer en la cursilería, sobre todo si ponías a toda una orquesta detrás tuyo y a tu servicio. Y no hacía falta, no era necesario. Y menos cuando el rock progresivo nació en una época de grandes avances técnicos que posibilitaron una revolución instrumental, si se puede decir así. Antes de 1968 no existía el ya citado «mellotron» ni se programaban «sintetizadores». El primero, instrumento de teclado similar al órgano, guardaba en su interior cintas pregrabadas con diferentes sonidos ya enriquecidos: al dar a una tecla sonaban una docena de violines, un coro de cincuenta voces, una orquesta completa que, por otra parte, y este detalle técnico tiene su importancia crematística, no podías llevar ni desplazar -la orquesta profesional- a cualquier sitio ni a todos los sitios. Bastante que las emisoras de radio aceptaron piezas de veinte minutos, y no de no más de cuatro minutos, como exigía la radio-fórmula ayer… y hoy. Y luego estaba el «sintetizador» que descomponía cualquier sonido en sus elementos originales, sintetizándolos, y los reproducía después (el mellotron era muy limitado y poco flexible).